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Ciencia y violencia

Óscar G. Chávez

E n el permanente ejercicio del recuerdo como recurso auxiliar de la reflexión, la cual es una de las constantes humanas que posibilitan y alimentan la capacidad analítica del individuo, la historia –como generadora del primero– siempre será la materia prima que permita evocar el surgimiento de un momento preciso que lleva de la mano una serie de circunstancias que se entrelazaron de manera indisoluble para posibilitar un hecho.

No será gratuito, entonces, que frente a un acontecimiento ya pretérito, surjan y se den a conocer una serie de hechos que vinculados entre sí y con el primero, otorguen un nivel de lógica a la sincrónica sucesión de los mismos y que derivaron en la eclosión del que consideramos como central.

La cronología histórica mexicana ha sido generosa en el registro de hechos violentos que determinaron el curso de algún hilo conductor concreto. Así, la mayoría de los sucesos políticos que han sido considerados como de prima importancia en nuestra historia, estarán antecedidos de forma invariable por un hecho en el cual la violencia afloró de una manera brutal e impactante.

En columnas anteriores y en concreto dentro de la serie El PRI que nos gobernó, el PRI que nos gobierna, he mencionado una serie de hechos violentos que influyeron de manera notable dentro de la historia política mexicana; destacan entre ellos la matanza de Huitzilac, las purgas políticas-militares ocurridas en el periodo conocido como el maximato y durante la consolidación del estado moderno mexicano.

Dentro de esta serie de sucesos no escapan los asesinatos colectivos e individuales, orquestados por orden estatal en contra de quienes en algún momento preciso representaron un peligro para la estabilidad del orden social y del sistema político instaurado. Rubén Jaramillo, Genaro Vázquez, y Lucio Cabañas, son algunos de los personajes de primer nivel que fueron asesinados de una manera grotesca y descarada por el estado mexicano por haber sido considerados como cabezas de movimientos sociales que de manera evidente constituían un riesgo real no sólo en su entorno, sino dentro del entorno nacional.

Tierra Nueva, San Luis Potosí, y la matanza de sinarquistas ocurrida a principios de la década de los cuarenta; León, Guanajuato, y los asesinatos masivos sobre la multitud que con posterioridad fueron llamados mártires del 2 de enero de 1946; San Luis Potosí, capital, la noche del 15 de septiembre de 1961. Sucesos sangrientos en los que se ejecutó de manera irracional, mas no irreflexiva, una represión sangrienta ordenada por las cúspides del sistema político mexicano.

Los sucesos referidos, constituidos en ejemplo de lo que el estado mexicano experimentó en un preciso laboratorio de violencia y crimen, encontraron su resumen y mayor exponente, en los hechos ocurridos la noche del dos de octubre de 1968. Tlaltelolco, muestra excelsa de la violencia ejercida por décadas en contra de los sectores sociales que exigían mejoras en sus entornos inmediato y general.

No fueron, desde luego, las únicas cometidas por el régimen autoritario y vertical que detentó el poder hasta el año 2000. Vendría de inmediato la represión del jueves de Corpus de 1971, y en décadas más cercanas a nosotros, las matanzas de Aguas Blancas y Acteal.

Ocioso resulta por el momento hacer referencia a los sucesos ocurridos en Tlatlaya, Iguala y Tanhuato; actos de sangre en que se han hecho presentes –de nueva cuenta– los alcances represores de un sistema autoritario mucho más insensible, represor y violento, que el que le antecedió y del que es legítimo sucesor en modelo, línea políticas, y esquemas de gobierno unipersonal e insensibles a las críticas y reclamos sociales, efectuados por la sociedad a la que gobiernan y representan. El mismo PRI de siempre.

Mucho aportó a esta ola de violencia, la guerra declarada e iniciada por Felipe Calderón durante su periodo como presidente de México. Ahí de nueva cuenta, y sin esperar esos actuares de un gobierno que enarboló la bandera de la derecha permeada por ciertos postulados católicos, volvió a manifestarse una nueva impunidad en materia de derechos humanos. Asesinatos, desapariciones, y violaciones; actuares denigrantes en contra de grupos vulnerables de la sociedad mexicana, que fueron catalogados por la misma institución residencial como daños colaterales.

La indulgencia que en las instancias judiciales se otorgó al orden castrense, acusado de fomentar y encubrir los excesos ejercidos por las tropas contra la población civil, fueron también una mancha negra que el estado mexicano seguirá presentando frente a organizaciones humanitarias nacionales y extranjeras que exigieron justicia a los afectados.

Lo anterior sólo puede ser explicado desde los parámetros de la impunidad pactada con anterioridad y quizá en protocolo, contra todos aquellos que se han constituido en testaferros y ejecutores de la violencia oficial suministrada por el estado en contra de la población civil.

* * * * * *

El estado mexicano como administrador del miedo y la violencia, ha constituido en muchas ocasiones modelos similares a los implementados por las dictaduras militares sudamericanas; regímenes totalitarios que descansaban y legitimaban su poder en el terror infundido en contra de sus opositores.

Los episodios violentos autorizados, como referente y ejemplo, han sido adoptado en estos momentos dentro de los procesos electorales que se viven en este estado y a nivel nacional. En este sentido será común y casi cotidiano, encontrar noticias referentes a los asesinatos de candidatos de diversos partidos que constituyen un riesgo frente a las hegemonías opositoras de otros, e incluso de los que ellos representan.

Pareciera también que una nueva moda comienza a despuntar dentro del entorno potosino, la del auto atentado como medida de proyección y lanzamiento de algún candidato interesado en destacar dentro del entorno electoral. Hace escasos meses fue noticia el extraño intento de homicidio ejecutado en contra de un candidato de la zona huasteca; y anteayer se mencionó en los medios locales el que sufrió el candidato de Acción Nacional a la alcaldía del municipio de Soledad.

En este último caso es pertinente recordar que el personaje se vio involucrado en un escándalo mediático luego de recibir asesoría logística por parte del destituido jefe de la policía estatal, al que en apariencia retribuía sus servicios de manera económica.

Así, la violencia como instrumento de posicionamiento político representa un recurso que ha adquirido el nivel de modelo social desarrollado de acuerdo a las necesidades de un entorno y que por desgracia, de no controlarse en el momento inicial, amenaza con convertirse en una práctica de uso recurrente bajo los amparos del sectarismo partidista y del poder estatal.