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María del Pilar Torres Anguiano

“Aprendí que el balón nunca llega por donde uno lo espera.
 Eso me sirvió mucho en la vida.”
Albert Camus

Afuera del estadio vendían los mejores tacos del mundo. Muchos años atrás, saliendo de los partidos, era de ley ir a echarnos unos. Hace poco volví a probarlos: eran los mismos tacos, el mismo lugar, pero no me supieron tan buenos. Afirmar eso me parecía una pedantería, hasta que lo viví en carne propia: no sabían igual. Y es que no eran los tacos ni era el lugar, sino el contexto el que establecía las reglas de aquel juego en el que esos –y no otros– eran los mejores tacos del mundo.

Las reglas del juego no necesitan explicarse de más y no deben ser alteradas. Simplemente, quien no las percibe no puede jugar ese juego. Lo mismo pasa con las palabras. Nunca estás cuando te necesito. Nunca me escuchas. ¿Les suena? O bien el “siempre vas a contar conmigo”.

Nos encanta aplicar los siempres y los nuncas, porque son las palabras que mejor sirven para expresar lo que queremos decir en ciertas ocasiones. Evidentemente, cuando decimos “nunca me escuchas” no lo decimos en sentido literal, sino que es la mejor forma que encontramos para expresar que necesitamos ser escuchados. ¿Por qué es tan fácil que la comunicación humana fracase? Tal vez, porque las palabras se desenvuelven como en un juego (o en varios).

Algunas palabras tienen alas, otras tienen ruedas o motores y ventanas muy grandes por donde entra la luz. Pueden ser opacas, huecas, translúcidas o fosforescentes. Son excelentes conductoras de electricidad, repelentes, pesticidas y solventes. Curiosamente, la misma palabra puede, al mismo tiempo, ser pesada y descalabrar a quien la escucha, o ser más ligera que el viento y flotar. No es cuestión de significado, sino del uso que se le dé. En síntesis, decir ‘vamos a entendernos’ se puede traducir como ‘juguemos el mismo juego’.

El lenguaje es, ante todo, un juego, y comunicarse significa lograr que el juego funcione. Así lo establece Ludwing Wittgenstein en sus Investigaciones Filosóficas (1953). Para este filósofo, el juego es la metáfora ideal para pensar el lenguaje, pues entender una palabra no es entender su significación, sino el contexto donde se da, ya que el significado se adquiere con el uso. Dicen que el futbol –el juego más hermoso del mundo– fue lo que inspiró su teoría de los juegos del lenguaje.

Según la propuesta de este filósofo, el énfasis se pone en los diversos modos de usar el lenguaje, pues es ahí donde éste adquiere sentido. Por lo tanto, las posibilidades significativas se abren a una multiplicidad de relaciones y esto nos lleva a que ya no es posible hablar de un solo modelo lingüístico, sino de una multiplicidad de juegos de lenguaje.

El juego de lenguaje está constituido, a su vez, por un infinito número de juegos. En cada uno de estos, las palabras cobran un sentido y un significado. Por lo tanto, ‘no se vale’ juzgar el lenguaje científico con las reglas del poético, el cotidiano con las reglas de la lógica, el espiritual con el racional.

Muchas veces los problemas de comunicación inician porque uno mismo no tiene una idea clara de lo que quiere decir y acabamos expresando cosas muy elaboradas, pero sin sentido.

Por ejemplo, Diego Maradona dice que México no merece ser una de las sedes del Mundial de 2026 porque su selección nacional no gana partidos. Lógicamente, ese comentario molestó a todo aquel que sabe que la importancia de un Mundial de futbol va mucho más allá de lo que el ex futbolista está entendiendo por mérito. Wittgenstein diría que hay un conflicto de juegos de lenguaje. Lo curioso es que el mismo Maradona –el de la mano de Dios– recurra en su juego de lenguaje al tema del merecimiento. El juego de la moral no se le da muy bien.

A quien sí se le daban la moral y el razonamiento era a Albert Camus, el filósofo y premio Nobel de literatura que, además, amaba el futbol y jugaba como portero. Camus publicó en 1953 un artículo llamado “La Belle époque” (que se conoció en castellano bajo el título de “Lo que le debo al futbol”) en el que afirma con seguridad que, al paso de los años, lo que aprendió sobre el deber y la moral se lo debe a ese deporte. Y que los estadios llenos de gente eran los lugares en los que podía sentirse más libre, lejos del juicio propio y ajeno. Se dice que Camus no dudaba al afirmar que, si volviera a nacer y tuviera que elegir entre ser escritor o futbolista, optaría por lo segundo.

Y es que, en este juego del lenguaje, las implicaciones del futbol son múltiples: como industria y mercadotecnia, como espectáculo, como geopolítica y también como un arte. Hay técnica y sensibilidad; saber y reflexión; negocio y entretenimiento; gozo y pasión. Es cierto que el resultado es fundamental, pero algunos pensamos que lo ideal es combinar la táctica y la estrategia hasta lograr algo bello.

Definitivamente a nadie le gusta toparse con la paradoja del jugar como nunca y perder como siempre, pero en este sentido Jorge Valdano dice que “ganar queremos todos, pero sólo los mediocres no aspiran a la belleza”.

Así son los juegos del lenguaje, cuando –como en el caso del futbol– traspasan el terreno deporte y tocan el de la vida. Por eso me gusta entrar al juego y hoy tengo la firme convicción de que no quiero que el Mundial acabe nunca y de que podría haber estado siempre viendo los partidos de futbol como cuando iba a ese estadio y a esos tacos. Como dice Eduardo Galeano, me quedo con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al final del partido.

@vasconceliana