Efectos
3 marzo, 2015
De consolación
3 marzo, 2015

¡Párense putos…!

Óscar G. Chávez

A Enrique Ulises, inigualable compañero de toda la vida
por el dato que aminoró la crisis memorística.

E l cine Avenida por muchos años fue considerado la catedral cinematográfica de San Luis Potosí; no obstante la existencia de al menos otros cinco cines hasta la década de los setenta, el cine Avenida por su ubicación y ambiente constituyó el centro de reunión por excelencia para todos aquellos interesados en disfrutar el arte del celuloide.

Los otros cines: Alameda, Azteca, Hidalgo, Othón, y Potosí, ubicados dentro de la zona centro a pesar de que en sus años iniciales fueron concebidos para funcionar como espacios de corte familiar, en algún momento de sus vidas funcionales acabaron dirigidos a otro tipo de público. Públicos alternativos que derivado de sus peculiares preferencias cinéfilas, acabaron confinados a espacios que el resto de la sociedad potosina no visitaría, salvo contadas excepciones.

La década de los setenta a la par que la expansión de la ciudad hacia el norte y el poniente, trajo también la apertura de nuevas salas cinematográficas; así fueron inaugurados el Alfa, las Américas, las salas San Luis Setenta, multicinemas del Valle y los Omega. Ya en los años ochenta aparecieron en el oriente de la ciudad el Fiesta y el Arizona, que duplicó su nombre en otro en las cercanías del parque Tangamanga, zona en la que también se inauguró el ubicado en el interior de la plaza comercial del mismo nombre.

Ninguno de estos cines, salvo el ubicado en el interior de la plaza Tangamanga, subsisten;  de muchos –por haber sido demolidos– no queda ni el recuerdo (Azteca, Arizona poniente, Del Valle, Omega); de otros sólo se conservan los cascarones, destinados hoy a espacios de almacenaje o estacionamiento (Hidalgo y Potosí); otros son salones de eventos, o centros comerciales (Othón, Fiesta, Arizona oriente). El Avenida y el Alfa aunque conservados a medias en criminales manos, no han desaparecido seguramente por carecer sus propietarios de un capital que les permita habilitarlos o demolerlos.

El cine Alameda merece mención especial por haber sido rescatado y destinado a cineteca; hubiera sido una lástima que uno de los cines más bellos de la ciudad hubiera caído bajo la ignorante e insensible piqueta del bárbaro progreso mal interpretado. Difícil es borrar de la memoria el recuerdo de sus interiores decorados en un estilo neocolonial tardío; sus pasamanos y balconerías forjadas; cómodas conventuales, poltronas de roble recubiertas de cuero, arcones, bargueños, y tibores;  óleos sobre los muros copiados de escenas de Rubens. La sala de proyecciones inspirada en pintorescos espacios urbanos de Cholula o Taxco, se hallaba rodeada por 15 palcos que recreaban balcones revestidos de azulejos, cantería, chiluca y tezontle. Gualdras que soportaban la pesada viguería ligeramente disimulada por un arco de medio punto en cantería, enmarcaban el anfiteatro, oculto en ocasiones por un wagneriano telón.

En ningún detalle limitó recursos el arquitecto Carlos Crombé  al interpretar las ideas de don Alfredo Lasso de la Vega, propietario del inmueble; las expectativas fueron superadas con creces. Sin lugar a duda y hasta el momento de la construcción del Avenida, fue por mucho el cine más bello de San Luis.

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Mis incipientes andanzas como cinéfilo dieron inicio en el Avenida. Después de ascender por la escalinata del acceso elaborada en mármoles negro y ocre, se ingresaba al vestíbulo en cuyo extremo lateral se encontraba una monumental escalinata en cuyo descanso y dentro de un nicho se hallaba una sensual y rampante escultura de lady Godiva. Regalo de Dios, el trasfondo de su nombre; como regalo era el poder contemplar la fría pero cálida representación hípica. La sala de proyección dividida convenientemente en niveles –y por consiguiente en estratos sociales–, poseía una elegante butaquería que una vez instalado el espectador, permitía contemplar la majestuosa concha acústica de mampostería que envolvía la pantalla de proyección. Elegancia y buen gusto al alcance de la concurrencia.

Mientras los aromas de la tortería Don Goyo (ubicada en los bajos del cine, sobre la calle de Tomasa Estévez) invadían la sala de proyección –indicándonos que se preparaban las inigualables tortas de chorizo–, mis ojos se rasaban en lágrimas al ver al cervatillo junto al cadáver de la madre muerta; ni las posteriores aventuras con Tambor o los escarceos amorosos con la grácil Faline, pudieron borrar de mi mente el terror de perder a la madre por los insensibles e inhumanos disparos del cazador.

Supe también del valor de la amistad transmitido en aquella aventura de granja en donde el zorro y el sabueso la supieron profesar de una forma entrañable. De la misma manera me volví afecto al té y las comidas exóticas, luego de ver lo que una galleta lograba en la grácil humanidad de Alicia. Nunca logré hallar al conejo, sin embargo, a pesar de mis esfuerzos de búsqueda bajo las butacas en el intermedio.

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Debo a dos de mis tías y a mi abuela maternas, aquellas tempranas incursiones semanales por el cine, por ese cine; en él gocé también, sentado junto a mamá Quique –a la que así bauticé pese a ser otro su nombre de pila–, de las urbanas andanzas en el metro o en las calles de la gran urbe, de María y Filemón. No sólo el cine infantil me fue cercano, sino también el ya para entonces decadente cine mexicano; no por eso exento de diversión.

Los esfuerzos de mi madre fueron más edificantes, la selección de la cartelera dominical no debió serle fácil. Bajo su rígida censura produje adrenalina al admirar las aventuras de los tigres de la Malasia y Sandokan; supe de la vida de Lawrence, el inglés amigo del rey Feisál; y me aterroricé al saber que podía acabar como el deshollinador Oliver Twist, de no conducirme adecuadamente en el colegio. Eran los domingos de la permanencia voluntaria; al menos desde el medio día y hasta las seis de la tarde permanecíamos entre butacas y dulcería.

Los años de la adolescencia me hicieron cambiar gustos y explorar nuevos espacios de proyección; recorrí los cines de las lejanías en los que me enteré de las funciones de cortesía, otorgadas entre semana al finalizar el día a jóvenes de aspecto pandilleril y de bajos recursos. Nunca me atreví a ingresar pero supe de lo insalubre y decadente  de los cines Hidalgo y Potosí, que acabaron sus días convertidos en pornógrafos de mala muerte. Perversas filas de chichifos, sin respetar clasificación u horario, bajo la mortecina luz roja, aguardaban el paso de las posibles presas en los pasillos inmediatos a los sanitarios del cine Alameda. Eran los estertores agónicos de los cines en la ciudad; hoy sólo subsisten recuerdos.

La década de los noventa y la primera del dos mil, me convirtieron en un asiduo visitante de las salas de exhibición. Aunque el cine Avenida con su concepto original había desaparecido, fue habilitado para albergar varias salas de regular capacidad, en las que se proyectaban los éxitos del momento. Los todavía no prohibitivos precios del boleto, permitían asistir diariamente a disfrutar o repudiar alguna nueva película.

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Bajo las nuevas modalidades del cine comercial, recuerdo el estreno de dos cintas que rayando en la tragicomedia plasmaban la realidad del sistema político mexicano en la década de los cincuenta, y de la problemática social que se vivía en el país a fines de los noventa. La primera de ellas, La ley de Herodes, no representó mayor interés más que el que pudiera transmitir la perspectiva histórica del contenido. De cualquier forma no dejaba de ser una parodia del contexto original y de sus personajes; la vida política como cinta cinematográfica. Realidad innegable.

La otra película a la que hago alusión, fue disfrutada un miércoles por la tarde; el guión de Enrique Rivera, Carolina Rentería y Fernando Sariñana, (dirigida por este último, y musicalizada por Enrique Quezadas –con canciones de Manu Chao y Johnny Laboriel, entre otros–, tuvo como actores a Demián Bichir, Luis Felipe Tovar, Cecilia Suárez, Ximena Sariñana, Carmen Salinas, y Diego Luna, por mencionar a algunos), es una muestra de perverso sarcasmo que para nada contribuyó en alejarla de los parámetros de inseguridad contenidos y que hacía evidente lo que es sabido en todos los niveles: la colusión del crimen organizado en los estratos gubernamentales del primer círculo; o la forma en la que el estado se había convertido en suministrador de una delincuencia autorizada, por ser él su regente. Ociosa sería la relatoría de la trama, supongo que ha sido vista por la mayoría de los lectores.

Una de las escenas más significativas y de mayor trasfondo, muestra una escena de violencia urbana en la que Carmen Salinas, portera de un edificio, enfrenta mediante una manera de verbalidad soez a los rufianes de la cinta. ¡Ay cabrones, agarren a esos pinches ratas, hijos de la chingada, párense putos…! ¡Mira nomás, hijos de su puta madre, cómo te dejaron…!

Una escena y un papel definitivamente al nivel de la intérprete, un lenguaje que sólo la aludida sería capaz de interpretar con esa magistral y natural vulgaridad. Nadie fuera de ella, dentro del cine nacional podría disputarle el papel a quien ha hecho del descaro, la ofensa, el cinismo y la decadente expresión una forma de vida que le es festejada por el común de sus admiradores.

En estos días ha sido noticia principal el enterarnos que el PRI ha decidido postularla como candidata plurinominal a una diputación. No se está en posibilidad de afirmar que sea la desacreditación de la institución parlamentaria, que no puede serlo por el bajo nivel que se encuentra en este momento; sin embargo sí es posible el señalar que se ha seleccionado a un personaje que caracteriza perfectamente la bajeza y el nivel del diálogo imperante en las entrañas de ese partido.

La pluralidad apelada por Manlio Fabio Beltrones, a pregunta específica sobre la propuesta de esta actriz, y que señala como propia de una representación que ella tiene en espacios específicos para ser escuchada, lejos de resultar reflexiva o conciliadora, coloca a una gran cantidad de mexicanos en un nivel de lo más bajo y afecto a presenciar y disfrutar los desplantes grotescos de esta mujer. Seguramente ésos serán los entornos de Beltrones y sus correligionarios partidistas, sin embargo considero que la mayoría de los mexicanos nos encontramos en otro nivel.

No debería extrañarnos la participación de este personaje, ya que el PRI en sus orígenes tuvo entre sus militantes personajes de la más baja extracción conductual, seres carentes de ideología amparados por el arrastre que hacían de las masas; empero, pareciera que las promesas de renovación de ese partido quedan cada vez más lejanas. El mismo PRI de siempre que arropa en sus estandartes personajes refinados en el particular arte del vituperio como estilo personal. Los decadentes artilugios retóricos de Rodríguez Alcaine, no han sido desterrados.

Siguiendo los diálogos de la película, podemos decir al electorado nacional, frente al posicionamiento político de una matrona quintopatiera de la zona de la Merced: te pasan más cosas que a Homero Simpson; en tanto que a los electores internos del PRI, los que nominaron a la actriz a una curul, sería impropio, pero procedente y muy a su nivel de pluralidad el espetarles: párense putos, ya basta de personajes carentes de principios.