“La amistad es un alma que habita en dos cuerpos,
un corazón que habita en dos almas”: Aristóteles.

Pilar Torres A.

Las cartas revelan rasgos de la persona que se escapan a lo evidente; las cartas revelan el flujo del pensamiento. También el de la existencia; sobre todo si se trata de correspondencia entre dos amigos.

Las cartas intercambiadas entre Alfonso Reyes y José Vasconcelos se conservan en la Capilla Alfonsina. Fueron publicadas por primera vez en 1976 en una edición francesa, de Claude Fell, supervisada por la doctora Alicia Reyes. En 1995 el Colegio Nacional las publica de nuevo. Las 49 cartas publicadas con el título de La amistad en el dolor, abarcan el periodo de marzo de 1916 hasta mayo de 1959 de las cuales 37 son de Vasconcelos y 12 de Reyes. Aparentemente Vasconcelos no conservó las cartas en los archivos por lo que las reproducidas en la edición mencionada son las copias conservadas por don Alfonso. De cualquier modo, sin importar la cantidad de cartas que se conserven, resulta una delicia asomarse a la correspondencia entre dos amigos y ensayar una imagen de lo que esta amistad pudo haber sido.

En el sentido clásico del término, la palabra philía expresa los lazos afectivos de quienes tienen conciencia de formar una comunidad. En este sentido amplio, cabe hablar de “amistad”. La amistad perfecta, dicen los clásicos, es la de los hombres buenos e iguales en virtud. Una amistad fundada en la igualdad y la diferencia. Podemos aproximarnos a la noción de amistad como la comunidad de dos o más personas ligadas entre sí por aptitudes concordantes y por afectos positivos. Los antiguos tuvieron de la amistad un concepto mucho más amplio que el que actualmente se admite y adopta, como se observa en el análisis que de ella hiciera Aristóteles en los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco. La amistad es así, una virtud o algo estrechamente enlazado con la virtud. De todos modos, es lo más necesario a la vida, ya que los bienes que ésta ofrece, no se pueden conservar ni utilizar bien, nos recuerda Aristóteles, sin los amigos.

Si pudiéramos escoger un epígrafe a partir del cual desarrollar la historia de su generación, seguramente habríamos de recordar el párrafo del maestro Alfonso Reyes:

“Aquella generación de jóvenes se educaba –como el Plutarco– entre diálogos filosóficos que el trueno de las revoluciones había de sofocar. Lo que aconteció en México el año del Centenario, fue como un disparo en el engañoso silencio del paisaje polar: todo el circo de glaciales montañas se desplomó, y todas fueron cayendo una tras otra. Cada cual, asido a su tabla, se ha ido salvando como ha podido; y ahora los amigos dispersos, en Cuba o Nueva York, Madrid o París, Lima o Buenos Aires –y otros en la misma México– renuevan las aventuras de Eneas, salvando en el seno los dioses de la patria”.

El epígrafe es ideal porque recoge las dos marcas importantes en la vida de los dos personajes: pasión intelectual y exilio.

1910 fue un año fundamental para esta amistad, al mismo tiempo, el año del apogeo y la caída. Entonces habían rebasado ya a la rígida academia porfiriana apelando a un público general, no solo estudiantil, con temas inusitados y vivos, y con un nuevo medio de comunicación: la conferencia. Sin saberlo, estaban a punto de tomar el poder cultural en México. Por más de dos años, los ateneístas habían vivido la experiencia de acercarse juntos, sin tutorías, sin aulas, sin libretos, a los límites de la cultura occidental, inventando o reinventando por su cuenta un método socrático en el que cada uno aportaba lecturas críticas, obsesiones y genialidades, como aquella noción alfonsina del hombre como “un ser que habla del tiempo con sus semejantes”. Movidos por la inquietud filosófica de leer y comentar autores y libros proscritos por el positivismo oficial. Al respecto nos dice el Ulises Criollo:

“En la casa de Alfonso Reyes, circundados de libros y estampas célebres, disparatábamos sobre todos los temas del mundo. Preocupados, sin embargo, de poner en orden nuestro divagar y buscando bases distintas de las comtianas, emprendimos lectura. Leíamos colectivamente el banquete o el Fedro. El espíritu se ensanchaba en aquella tradición ajena a la nuestra”.

La filosofía intuicionista de Caso, la política educativa de Vasconcelos y el universalismo de Reyes son eco de aquellas conversaciones platónicas, llenas de coincidencias y divergencias. Vasconcelos no intenta el apostolado académico de Caso, ni la erudición de don Alfonso. No busca conocer los valores, sino encarnarlos. Don Alfonso dicta conferencias, preside reuniones, y publica en las mejores revistas literarias; Vasconcelos, el “zapoteca-asiático”, como le decía Reyes, no publica tanto como don Alfonso, y si lo hace es para introducir un sistema descabellado, pretensioso, totalizante y original. Reyes perseguía el saber hasta poseerlo para transmutarlo en literatura.

Ambos son personajes de múltiples escenarios y numerosos ambientes. Iluminan una época tormentosa con su inteligencia genial; el uno, filósofo de altos vuelos, el otro, escritor de obras inmortales que supieron hacer de su vida pública una extensión de su vida privada; una tumultuosa sucesión de riesgos y emociones cuando por alcanzar la cima bordeaban los abismos. Dice Vasconcelos, recordando al filósofo Max Scheller, el hombre es el único ser que dice no a la naturaleza, pues la naturaleza sólo bosqueja, pero la voluntad es la que realiza.

En la línea de la filosofía clásica, que Reyes conoció como pocos, la amistad es una característica del ser social. Brota del hombre como instinto de su propia naturaleza, pero se realiza según la inteligencia y la voluntad, es decir, conforme a la razón. La amistad no es de suyo una virtud, pero necesita de las virtudes para darse. Voluntad y virtud, así, son dos de las características presentes de forma permanente en estos dos personajes.

@vasconceliana

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