Chessil Dohvehnain
Cuando era niño creía que hacer arqueología, básicamente, se trataba de viajar a lugares increíbles, quedarse con la chica guapa, y golpear nazis (esto último sonaba genial en mi cabeza). Pero en la universidad descubrí que, contrario a mis sueños infantiles, se trataba de mucho más. Básicamente, hacer ciencia de una forma increíble.
Históricamente, la arqueología surge como tal hasta finales del siglo XIX, gracias al esfuerzo de exploradores, científicos e historiadores por darle un sentido a un gran cúmulo de preguntas que sobre nosotras y nosotros mismos nos hacemos aún hoy.
Cosas básicas
La arqueología actualmente es clasificada como una ciencia social que estudia a la humanidad y sus procesos sociales de cambio cultural a lo largo del tiempo, con el objetivo de comprender, principalmente a través de la cultura material, quiénes somos y cómo llegamos hasta aquí. Simple.
La cosa es que en verdad constituye un reto verdadero. Filosóficamente la arqueología, por su objetivo cognitivo general, podría considerarse como una ciencia que ontológicamente concibe la realidad como independiente de las formas en que las y los humanos la concebimos. En otras palabras, es una ciencia materialista, en tanto sostiene que los vestigios materiales aportan evidencia circunstancial y comparable sobre formas de vivir y ver el mundo que hoy han dejado de existir.
Esto es importante ya que, a diferencia de otras disciplinas, en cierta forma la arqueología sostiene que aunque se pueda llegar a tener evidencia escrita o testimonial sobre cómo era una sociedad en determinado momento de la historia, no hay nada mejor como los hechos materiales para conocer de forma más íntima y “real” a un grupo humano.
En los noventa, un grupo de arqueólogos se dedicó a estudiar un vecindario norteamericano haciendo encuestas a la gente sobre su forma de vida, prácticas cotidianas y más. Después se les pidió permiso para revisar su basura por un tiempo determinado. Al final del experimento, se descubrió que mucha de la información testimonial no coincidía, en muchos casos, con lo que la basura material decía de la forma de vida de la gente. Y ese experimento se volvió un hit, del cual el Inegi podría tener mucho que aprender.
Gracias a este ejercicio noventero, entre muchos otros estudios, suponemos que tal fundamento epistemológico o de conocimiento (el de conocer a alguien mejor por su basura que por lo que dice de sí mismo y de otros), puede ser una de esas pocas cuasi-verdades generales para la humanidad. Y ese es uno de los pilares del método científico particular que usa la arqueología.
Tal método de investigación se compone de etapas que podemos resumir en cuatro: a) investigación previa, b) trabajo de campo, c) trabajo de gabinete y d) difusión y divulgación del conocimiento producido. La primera etapa tiene que ver con la recolección de información previa sobre un problema en particular, lo cual implica saber qué se ha escrito sobre cierto problema, y si es relevante continuar con un tema o trabajo en particular.
La segunda etapa, usualmente la más excitante y que se asemeja más al imaginario del aventurero, consiste en la exploración y trabajo de un área en particular (un cerro, una selva, un lago, un semidesierto, etcétera), con el objetivo de resolver un problema de conocimiento.
La excavación arqueológica se lleva a cabo en este punto, la cual no se trata de escarbar ni de crear un vil e irrespetuoso agujero en la tierra, como creen los caza-tesoros y exploradores amateurs. Sino que conlleva un trabajo sistemático de documentación que implica registrar desde los artefactos y restos encontrados, hasta el registro de capas estratigráficas del suelo, toma de coordenadas con GPS de alta precisión, realización de modelos 3D y dibujos, etcétera.
La tercera etapa implica el análisis en laboratorio de toda la información recolectada en campo, que va desde información del medio ambiente, hasta los objetos recuperados en excavación o en prospección (que es como se llama al recorrido sistemático del terreno). Usualmente, aspectos como dataciones radiométricas (por carbono 14, o por luminiscencia de sedimentos, etcétera), se organizan aquí. Los resultados de los trabajos de investigación, que a veces pueden tardar años, se publican y se organizan de tal modo que la sociedad civil obtenga un producto o beneficio del conocimiento obtenido, aunque muchas veces no sucede así. Esto correspondería a la última fase del trabajo.
Y aunque así resumido pudiera parecer sencillo, la realidad es mucho más difícil a causa del entrenamiento requerido, tanto intelectual como físico. Conocimientos de geología, teoría antropológica, manejo de nuevas tecnologías, topografía básica, etnohistoria, química orgánica, administración, entre muchos otros son parte de un régimen disciplinario que para algunos, mantiene a la arqueología más cerca de las ciencias naturales que de las humanidades.
El valor científico de la cultura material
Aunque la práctica del coleccionismo dejó de ser una constante a mediados del siglo pasado, no ha dejado de practicarse. Los cazatesoros o exploradores amateurs muchas veces mantienen estas prácticas vivas bajo el término de saqueo patrimonial, visitar sitios y llevarse piezas arqueológicas o fragmentos en un acto que no sólo está tipificado en el código penal, sino que además constituye un acto de destrucción del patrimonio cultural de la nación, y que es un robo tajante a las comunidades cercanas a tales sitios.
Y aquí es importante resaltar que no se trata sólo de que los bienes arqueológicos son un bien patrimonial de la nación protegido por ley federal desde 1972. Sino que además, los objetos (desde fragmentos cerámicos y de puntas de flecha hasta templos y recintos domésticos) son concebidos como datos con información potencial, los cuales al ser removidos de su contexto arqueológico por exploradores o cazatesoros, pierden su valor científico y con él, información crucial sobre la sociedad que produjo tal artefacto.
Desde mediados del siglo pasado y con la introducción del método hempeliano hipotético-deductivo en la arqueología mexicana, la disciplina inició un camino de transformación filosófica que le permitió concebir nuevas maneras de hacer investigación apoyado de los conocimientos y técnicas de campos diversos de la ciencia.
Así, ya no se hacían excavaciones por simplemente obtener un hallazgo donde el objeto valía por el objeto mismo, ya sea por su estética o por el imaginario creado alrededor de tal objeto. Al contrario, se cayó en cuenta que, si lo que se quería era en verdad conocer nuestra historia humana compartida, habría que traspasar las fronteras de lo imaginable.
Fue así como se crearon técnicas de excavación sistemáticas que tomaban en cuenta la importancia de recolectar el tipo de sedimento encontrado (el cual, si no está contaminado, puede ser analizado químicamente para identificar actividades humanas como la preparación de alimentos o el almacenaje y el tránsito pedestre). O técnicas con Sistemas de Información Geográfica para analizar la visibilidad y la conexión entre sitios arqueológicos, o el análisis de los asentamientos humanos que permiten identificar patrones de construcción y de apropiación de la naturaleza que incluso nos hablan sobre las creencias que sobre el universo se tenían.
Al nivel de los artefactos, por ejemplo, el uso de técnicas de petrografía permite la caracterización mineral de fragmentos de puntas de flecha o cerámica que pueden ayudarnos a saber si los recursos de producción eran locales o importados vía sistemas de comercio antiguos. Incluso, análisis espectroscópicos ayudan en la identificación por láser de la composición mineral de los pigmentos con que se realizaba el arte rupestre en cuevas y abrigos.
Aunque sólo sean unos cuantos ejemplos, es necesario resaltar que el dato científico, para la arqueología, puede ser desde un resto óseo en el que se puedan realizar estudios de ADN mitocondrial, hasta un diente desde el cual se pueda conocer, por análisis isotópicos, la procedencia de una persona muerta hace mil años. Todo, sin importar el tamaño o cómo se vea, es importante ya que tiene información sobre el pasado que puede ser valiosa, y que se pierde en el momento en que tales objetos son destruidos por la construcción, o robados por cazatesoros.
Patrimonio cultural y el compromiso ético
La cultura material, entendida como toda manifestación física de las distintas dimensiones del actuar y ser humano a lo largo del tiempo, en relación inevitable con la naturaleza, no sólo tiene valor científico. También posee un valor social, de identidad y de memoria para la gente de cualquier sociedad o nación.
En México, la idea de patrimonio cultural implica más que el vulgar y mal planeado turismo que las instituciones oficiales venden al nacional y al extranjero. Implica la idea de que toda práctica humana con valores históricos, estéticos, científicos y de identidad, reconocida como tal, debe ser protegida, estudiada, conservada y disponible para el disfrute consciente y responsable por parte de la sociedad.
Así el patrimonio cultural puede ser material e inmaterial. Esto implica que cualquier cosa puede ser patrimonio cultural. Desde un sitio arqueológico, hasta un paisaje natural asociado a la identidad de un pueblo, o una danza tradicional, una fiesta, un género musical local, o hasta una lengua indígena. Siempre y cuando ese algo sea reconocido como valioso para una sociedad, y que a ese algo tal sociedad le atribuya una historia, una estética, un valor científico (que casi siempre es inherente), y una identidad, integridad y autenticidad propias.
En el caso los vestigios arqueológicos, todo (desde el fragmento minúsculo de cerámica o punta de flecha hasta los huesos humanos, las cuevas con arte rupestre, las estelas y los templos y pirámides) es patrimonio cultural, es propiedad de la nación y está protegido por un marco legal federal que establece normas de investigación científica y protección y conservación.
Sin embargo, la gran vastedad de sitios arqueológicos en el país supera con creces a los especialistas disponibles para su investigación y cuidado. Además de la destrucción constante de estos por obras públicas que no siguen los lineamientos adecuados, o por la constante práctica de saqueadores y cazatesoros que aun conociendo los reglamentos federales se excusan en la corrupción que caracteriza a las instituciones gubernamentales y en los privilegios de clase asumidos.
Hace algún tiempo escuché de un cazatesoros argumentar que llevarse las piezas de un sitio arqueológico era mejor que dejarlas ahí. Ya que para él, esas piezas estarían mejor bajo su resguardo que en el sitio donde las comunidades rurales inmediatas (que podrían tener generaciones viviendo en las cercanías), no las cuidarían o permitirían su destrucción.
Fue algo impactante escuchar algo así, viniendo de un explorador que en principio parecía asumir una postura a favor de la investigación de la historia local con el fin de contribuir a ésta. Pero en la práctica discursiva sólo revelaba una suma desconfianza a la ciencia oficial (que es como muchos exploradores y cazatesoros llaman a la arqueología científica de la cual parecieran sentirse molestos, excluidos o marginados).
Pero más allá de que su argumento refleja un sesgo discriminatorio y racista hacia las comunidades cercanas al sitio arqueológico (a las cuales tal sitio les pertenecería incluso más que a este saqueador), tal sesgo revela un fracaso monumental de las ciencias sociales. Un fracaso traducido en la aún pendiente tarea que la arqueología tiene para con la sociedad de compartir el conocimiento que produce, y de incluir las voces de la gente en las interpretaciones del pasado.
A fin de cuentas, la ciencia necesita de la gente. Pues si el patrimonio cultural arqueológico es propiedad de la nación, implica que no es sólo responsabilidad de los científicos su protección, sino de toda la sociedad civil en sus diversas conformaciones; en todas las edades, géneros, clases o etnias. El problema es que la gente cuida lo que considera como suyo, lo que comprende y valora como propio. Y mientras la arqueología (y las ciencias en general) no aviven el espíritu de lucha que comparte el conocimiento con el pueblo, la gente no cuidará su patrimonio cultural porque, sencillamente, no es algo que conozcan o que sea importante para ellos.
El poder del pasado
Saddam Hussein fue ahorcado públicamente el 30 de diciembre de 2006, poniéndole fin a la vida de un monarca que ligó su vida y actuar político con el pasado arqueológico de Iraq. A él se le atribuye una reconstrucción masiva del lugar de la Antigua Babilonia e incluso se dice que miles de ladrillos llevaban la siguiente inscripción: “La Babilonia de Nabucodonosor fue reconstruida en la época del líder y presidente Saddam Hussein”.
Y él no fue el único. Zimbabue debe su nombre a su sitio arqueológico emblema, y en la India, durante los 90 se inició una cruel matanza entre musulmanes e hindúes a causa del hallazgo de un templo antiguo enterrado bajo una mezquita. Incluso en Chichén Itzá se han llevado a cabo enfrentamientos entre mayas y comerciantes o qué decir de los movimientos nativos americanos en Estados Unidos que le exigen a los museos de historia regresar los restos óseos y artefactos de sus antepasados.
Una cosa se intuye. El pasado tiene poder. Poder de cohesionar identidades, dividir pueblos, unificar naciones y empoderar a los marginados y colonizados. Y la arqueología, en esto juega un papel crucial. Incluso contra los sistemas de creencias dogmáticos y la pseudociencia. La cosa es, ¿cómo compaginar la producción de conocimiento científico sobre el pasado y la Humanidad, con la demanda social y ética que los tiempos actuales le demandan no solo a ésta, sino a todas las ciencias sociales?
Sin duda esa es una tarea que la arqueología aún tiene que cumplir, en la cual la pasión y la aventura científica del conocimiento asuman cada vez más la responsabilidad ética y social para con la gente, a la cual se debe en tanto ciencia social. Un compromiso en el que el patrimonio cultural arqueológico, su investigación, protección, conservación y divulgación para con la sociedad civil juega un papel crucial.
Jochdo4j@gmail.com





