Federico Anaya Gallardo
La semana pasada comenté aquí el enredado asunto de la desaparición de poderes en el sistema federal mexicano. En los debates que ha generado, una de las justificaciones de la institución es que debe haber algún mecanismo para controlar a los oficiales electos de un Estado cuando éstos pongan en peligro el orden constitucional. La ley vigente señala que se consideran desaparecidos los poderes en cinco escenarios.
(1) Si se quebranta el régimen federal –por ejemplo, si un Estado conquista a otro (ha pasado, recordemos que Nuevo León se anexó Coahuila en los 1860). (2) Si los oficiales electos abandonan sus funciones (esto se vio mucho en las invasiones extranjeras del siglo XIX, pero aún hoy pasa a nivel municipal en crisis de violencia). (3) Si los gobernantes no pueden realizar sus funciones debido a “situaciones o conflictos causados o propiciados por ellos mismos” –que es lo que ocurrió en Chiapas 1994 y Oaxaca 2006. (4) Si los poderes prorrogan su permanencia luego de terminar el periodo para el que fueron electos o si no se hubieran celebrado nuevas elecciones. (5) Si promueven o adoptan una forma de gobierno distinta a la pactada en la Constitución General (es decir, Guanajuato no puede declararse una monarquía católica hereditaria aunque use una corona en su escudo).
En mi entrega de la semana pasada me incliné en contra de la desaparición de poderes, pero como republicano no me disgusta que tengamos frenos fuertes a los abusos expansionistas, reeleccionistas o monárquicos de las élites estaduales –pues siempre hay gente irresponsable. Vallarta, desde los 1870, advirtió que para eso hay otros mecanismos constitucionales. Uno es la vieja facultad de investigación que tenía la suprema corte cuando se perciben violaciones sistemáticas a las garantías en un Estado (Artículo 97 Constitucional segundo párrafo hasta 2007) que se pasó a la CNDH en 2011 (Artículo 102 Constitucional Apartado B último párrafo) misma que el ombudsman nacional no ha usado eficazmente.
Otro es el sistema de controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad que se ha reforzado muchísimo en las últimas tres décadas (y que detuvo, por ejemplo, la reelección de facto en Baja California en 2019). Nuestro sistema electoral también es más robusto que el que conoció Vallarta: el tribunal electoral federal anuló las elecciones de Tabasco (2000) y de Colima (2003) por la indebida injerencia del gobernador en funciones en el proceso electoral. (Que luego haya abandonado esos precedentes en la elección presidencial de 2006 es uno de sus pecados más graves… aunque en 2015 volvió a anular la elección colimense.)
Aparte de los mecanismos que enuncio y que son casi todos en sede judicial, las cámaras federales tienen atribuciones para evaluar la actuación de los poderes estaduales vía el juicio de procedencia en delitos federales (“desafuero”, Artículo 111 Constitucional) y el juicio político o impeachment (Artículo 110 Constitucional). Por tanto, una intervención política tan grave como desaparecer poderes parecería innecesaria y excesiva. No es azar que en el mismo medio siglo en que dejamos de “desaparecer poderes” fortaleciésemos todos los mecanismos de control constitucional que menciono.
Contimás, diría mi abuela Loló: ¿para qué dejar la tentación de desaparecer poderes a un Senado que potencialmente puede ser capturado por intereses mezquinos? Esto último ya ha ocurrido: en 1923 los senadores del Partido Nacional Cooperativista boicotearon la ratificación de los acuerdos de compensaciones entre México y EU en coordinación con los militares rebeldes que apoyaban la candidatura ilegítima de Adolfo de la Huerta. Viendo el modo en que se han comportado las élites partidistas en el Caso Cazones 2021, uno podría temer lo peor. Mejor, entonces, quedémonos siempre en “sede judicial”.
Esta conclusión la aplaudirán quienes –con buenas razones– admiran el control constitucional de EU. Pero hoy quiero contarte, lectora, una historia poco conocida ocurrida a orillas del Potomac en 1807.

Todos hemos oído del Caso Marbury vs Madison (1803), en el cual Marshall, el gran Chief Justice (ministro presidente) de la suprema corte estadunidense, estableció que el máximo tribunal puede ejercer control constitucional sobre todos los actos del resto de las autoridades (federales y estaduales). Pero esta historia tiene grilla detrás. Madison era el secretario de Estado del presidente Jefferson (periodo 1801-1805), ambos del partido republicano-demócrata. El presidente previo era Adams (periodo 1797-1801) y su secretario de Estado era Marshall. El partido de Adams (federalista) no sólo perdió la elección presidencial sino la mayoría en las dos cámaras del congreso. Para asegurarse el control de los tribunales, presidente y legislatura salientes aprobaron a la carrera una ley del poder judicial y nombraron/ratificaron a incondicionales suyos en la suprema corte y en los nuevos juzgados. Por eso Marshall quedó de Chief Justice. Por las prisas, no todos los nombrados-ratificados recibieron su nombramiento. Uno de estos era el señor Marbury. El nuevo secretario de Estado se negó a darle el papelito.
Marbury creía que su colega de partido, Marshall, le daría la razón. No lo hizo. El ministro presidente prefirió hacer más fuerte la suprema corte –que él presidiría de por vida, hasta 1835. (El interés tiene pies, dice un dicho popular.) El máximo tribunal declaró que los juzgadores que ya habían asumido quedaban firmes, pero que la ley era inconstitucional y que, por lo mismo, Madison no estaba obligado a darle su nombramiento a Marbury. Jefferson criticó la decisión, pues en su opinión le daba un poder excesivo al único poder no-electo de la República. (De aquí viene, en parte, el debate en contra de los “poderes contra-mayoritarios” que hemos visto en redes sociales recientemente.) Marshall ganó y Jefferson perdió.
No fue la única derrota del radical redactor de la Declaración de Independencia. En 1807, durante el segundo periodo de Jefferson (1805-1809), quien antes había sido su vicepresidente, Aaron Burr, organizó un plan para independizar Luisiana, conquistar Texas y establecer una monarquía esclavista en el fértil valle del Misisipi. El señor Burr ya era famoso, pues había matado en un duelo a Alexander Hamilton (pero esa es otra historia y debe contarse en otra ocasión). Uno de sus cómplices, el comandante militar de la Luisiana (Wilkinson), lo traicionó y envió papeles comprometedores a la capital federal. Burr fue arrestado y llevado a Washington.
Los casos de alta traición federales los debía conocer la suprema corte. El Chief Justice Marshall decidió proteger a Burr de modo que el presidente Jefferson no ganase más poder del que ya había acumulado (acababa de adquirir la Luisiana). Primero, decidió sacar el juicio de la capital y estableció el tribunal en Richmond, Virginia –en un ambiente que era favorable a los intereses de quienes apoyaban el imperio esclavista de Burr. Luego le permitió al acusado oponerse (tachar) a los testigos de cargo y deshacerse de documentos. Como resultado, Burr fue absuelto. Por supuesto, quedó socialmente marcado como traidor y conspirador peligroso. Pero no se hizo justicia plena.
Este otro caso del Chief Justice Marshall nos muestra que incluso la sacrosanta suprema corte de EU puede ser colonizada por los mezquinos intereses partidistas –al punto que la República corra peligro. (Si quieres un caso más reciente, lectora, pregunta al señor Al Gore sobre la elección presidencial de 2000.)
Así son los seres humanos. Marshall, a quien elogiamos como el fundador del moderno control de constitucionalidad, también era un faccioso que no dudó en proteger a sus partidarios y atacar a sus enemigos. Pero el ambiente judicial es más propicio para institucionalizar buenas prácticas, especialmente en un sistema de precedentes abierto (que México acaba de importar para su suprema corte, por cierto). El máximo tribunal puede cometer un error (Florida 2000) pero en la siguiente ocasión podrá rectificar el mal precedente.
El ambiente legislativo es todo lo contrario, especialmente en regímenes pluripartidistas. Por eso es que es hoy resultan tan peligrosas las facultades de control constitucional que aún quedan en el Senado mexicano (desaparición de poderes y juicio político). Pese a ello, yo no las quitaría. Potentes y llenas de riesgo, son salvaguardas de nuestras libertades.





