María del Pilar Torres Anguiano

«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo».
Wittgenstein

Dicen que la palabra que a cada persona más le gusta escuchar es su nombre. Yo creo que sí. Hace algunos años tuve una jefa muy exigente en una oficina de gobierno. Ella no era particularmente cálida, pero sí muy respetuosa. A su cargo habíamos alrededor de 70 personas. Alguna vez visitó la oficina “el señor secretario”; la jefa nos juntó en el área común para saludar al distinguido visitante y nos sorprendió el hecho de que ella misma nos presentó a cada uno de nosotros por nuestro nombre y función; desde entonces mi percepción de ella cambió radicalmente, y también la de mis compañeros. Y es que nuestro nombre es identidad y el que alguien lo recuerde es indicador de valoración y empatía. Tener el detalle de llamar a las personas por su nombre dice mucho de nosotros.

Del mismo modo cuando alguien elige deliberadamente no llamar a alguien por su nombre, es indicador de muchas cosas. El constructivismo lingüístico tiene mucho que decirnos al respecto.

Este enfoque se basa en la idea de que el lenguaje no solo refleja la realidad, sino que la construye. Así, el uso estratégico del lenguaje puede moldear percepciones y comportamientos, y juega un papel crucial en la política. Los políticos pueden establecer marcos de referencia a través de las palabras, dictar la agenda y orientar la interpretación de lo que ocurre, prácticamente construyendo, deconstruyendo o destruyendo la realidad a través de narrativas y metáforas que son efectivas para ganar apoyo popular, aunque las acciones concretas suelan ser más simbólicas que efectivas.

Los eufemismos suavizan conceptos negativos, pero es infantil pensar que puedan desaparecer realidades monstruosas (por ejemplo “albergue” en lugar de cárcel para migrantes), mientras que los disfemismos endurecen conceptos neutrales o positivos (prensa sicaria, chairo). Ambos pueden ser utilizados para manipular la percepción de la gente sobre ciertos temas y no se restringe exclusivamente a expresiones obscenas, sino que se extiende a toda manifestación lingüística que haga sentir al interlocutor incómodo, menospreciado o directamente atacado.

La repetición constante de ciertos términos y frases puede establecerlos en la mente del público como verdades aceptadas. Este enfoque es común en la propaganda política, donde frases como “chairos”, “traidores a la patria” y tantas otras, se repiten hasta que se convierten en parte del discurso cotidiano.

En política, el control del discurso es fundamental. Los políticos seleccionan cuidadosamente las palabras que emplean. En su libro No pienses en un elefante, el lingüista George Lakoff explica cómo los marcos mentales, activados por el lenguaje, pueden influir en las creencias y decisiones políticas. Evidentemente, esto tiene serias implicaciones éticas.

Cuando los políticos emplean eufemismos para suavizar realidades incómodas o disfemismos para intensificar la percepción de amenazas, están manipulando las emociones y percepciones de las personas de manera poco ética. La polarización resultante de un lenguaje que crea un “nosotros” contra “ellos”, puede desgastar el tejido social al fomentar el odio y la intolerancia. Además, la deshumanización mediante el lenguaje puede justificar el maltrato de ciertos grupos. El uso de términos despectivos o la exclusión de ciertos colectivos del discurso oficial son tácticas que pueden tener consecuencias graves para los derechos humanos y la justicia social.

En tiempos electorales, la manipulación del lenguaje puede erosionar los fundamentos de la democracia al influir en las percepciones y decisiones de los votantes de manera poco ética. Si se distorsiona esta información, se compromete la calidad del proceso democrático. Varios notamos que alguna candidata deliberadamente llama a su oponente con distintos apelativos, pero nunca por su nombre.

El lenguaje puede ser utilizado para normalizar y difundir ideologías extremistas y radicales. Los políticos pueden emplear términos cargados de emotividad para legitimar posiciones extremas, incitando a la radicalización y justificando actos de violencia o discriminación.

El uso estratégico del lenguaje para manipular las emociones de las personas, como el miedo, la ira o el patriotismo, puede llevar a reacciones irracionales y a decisiones basadas en emociones en lugar de en la lógica y los hechos. Esta manipulación emocional puede desviar la atención de problemas reales y soluciones racionales.

Las estrategias lingüísticas pueden tener consecuencias a largo plazo que son difíciles de revertir. Una vez que ciertos términos y narrativas se han instalado en la mente del público, pueden continuar influyendo en las percepciones y comportamientos mucho después de que el contexto original haya cambiado.

El constructivismo lingüístico en la política busca, en última instancia, influir en la percepción y comportamiento del público para alcanzar objetivos específicos, ya sean ganar elecciones, implementar políticas o mantener el poder. Pero a pesar de su complejidad y de su generalización, es muy fácil de detectar y de rebatir. No llamar a una persona por su nombre, ya sea un adversario político, o una víctima de un crimen, es irrespetuoso y cruel. No es menos persona, ni reduces su existencia al dejar de nombrarlo; cuando mucho, exhibes tu miedo. Como dicen por ahí: dime qué callas y te diré quién eres.

X:@vasconceliana

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