
Pilar Torres Anguiano
Para Ivett Tinoco
“Yo pertenecía a una estirpe maldita de recién nacidos homicidas.
Matamos nuestras raíces, éramos hijos bastardos de la muerte.”
El hombre, Guillermo Arriaga
Yo no sabía que el tallo pelado de un arbusto indicaba que un venado había marcado el territorio con sus astas; o que la corteza desprendida de un tronco determinaba que un oso se había rascado ahí la espalda. Jack Barley también lo desconocía, pero el trampero le enseñó a fijarse muy bien en eso y en otras cosas porque “había en la montaña un alfabeto imperceptible para los bisognos[1], lleno de significantes” .
Precisamente, ese aprendizaje nos llevaría a ver que la lectura -tanto la del monte y como la del mundo- implica no solo rastrear huellas o detectar trampas. Es algo más íntimo y brutal, es aprender a mirar con otros ojos, a escuchar con la planta de los pies, a entender el mundo como un territorio lleno de signos. Así mero se lee también “El hombre”, la más reciente novela de Guillermo Arriaga: con todos los sentidos. Para muestra, otro botón.
“Somos descendientes del hijo bastardo de una esclava y un hombre blanco. La única Luz que puede guiar a los afroamericanos es saber de dónde provienen nuestras raíces, así nos avergüencen”. Así reflexiona en 2024 Jezania, tataranieta de un hijo de Henry Lloyd (el protagonista de la novela).
La abuela Jezania -afroamericana y sureña- guarda una serie de daguerrotipos muy antiguos de sus antepasados, que se niega a vender. El comprador está emparentado con ella, pero es descendiente de la rama legítima de la familia y le ofrece una cantidad importante de dinero por las antigüedades. Tratando de convencerla para que venda, Henry Lloyd 6º le argumenta, con el dinero por delante, que ella no tiene los recursos ni las condiciones necesarias para conservar las imágenes, y si se empeña en no venderlas, se va a borrar con el tiempo. Pero la abuela se niega y esa negativa encierra una ética profunda. Jezania, en un gesto de resistencia y de la dignidad que implica defender el derecho que tiene una persona decidir sobre sus recuerdos, responde: “¡Que se borren!, será una metáfora, por fin nos desharemos de un pasado que aún nos duele!”
Con esas dos figuras potentes —el montañés lector del monte y la abuela guardiana del olvido— ya tenemos un par de hilos de los cuales jalar para seguir el rastro de las letras de Arriaga: leer como interpretar el mundo desde sus cicatrices, y decidir qué memoria merece permanecer.
Durante una presentación de su libro, tuve oportunidad de preguntarle a Guillermo Arriaga cómo lee él el monte. Su respuesta, como la novela misma, tejía lo vivencial con lo literario: la lectura como supervivencia, como estrategia para orientarse en territorios salvajes. La aventura de empezar a escribir y no saber cuándo y dónde va a parar.
El hombre, de Guillermo Arriaga, es una novela monumental, desbordada, polifónica y salvaje. En ese desborde —con sus seis narradores, sus complejidades, sus mapas de venganza y de tristeza— se concentrará el corazón de la historia.
En algún momento y en algún lugar convergieron tres cosas: esclavitud, exterminio de pueblos originarios y despojo de la mitad del territorio de un país que no les pertenecía. El momento es el siglo XIX, el lugar es Estados Unidos de América. Ese es el contexto en el que la obra se desarrolla, a manera de ucronía, es decir “una reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos”, según lo indica el autor al principio del libro.
Los personajes principales son el misterioso Jack Berley y Henry Lloyd, un asesino-saqueador que funda una dinastía de oligarcas y que no le teme a nada, excepto a Jack.
Además de Jack y Henry, la epopeya es narrada por cinco voces más: James, un hombre de confianza de Lloyd; Jeremiah, quien, esclavizado se niega a hablar el lenguaje de los blancos y todos piensan que es mudo; Virginia, primera esposa de Henry criada en el racismo sureño de Estados Unidos; el millonario Henry Lloyd 6º; y Rodrigo, un joven mexicano atrapado en una doble fractura identitaria, una personal que fue la muerte de su madre dándolo a luz; y otra colectiva, la pérdida del territorio nacional.
Con Rodrigo -hijo bastardo de la muerte- Guillermo Arriaga pone el dedo en la gran llaga de la historia de México: la pérdida del territorio, que es la llaga de los que se quedaron sin patria, la llaga de los que fueron despojados de su hogar y la tragedia de un pueblo que, a diferencia de los migrantes de ahora, no cruzaron la frontera, sino que fue la frontera la que los cruzó a ellos. Así, unos se quedaron y se adaptaron para sobrevivir, otros no quisieron quedarse donde dejaron de ser y cruzaron el río para empezar de nuevo. Cicatriz de fuego en la conciencia mexicana.
Con más de setecientas páginas, seis voces narrativas y múltiples temporalidades, leer El hombre de Guillermo Arriaga es una experiencia densa, incómoda, vital. Como Jack aprendiendo a leer el monte, en esta novela uno aprende a afinar los sentidos para leer entre líneas, entre lenguas, entre silencios.
Spoiler alert: tanto el trampero, como Jezania son apariciones fugaces, de tan solo un par de páginas; en medio de una gran epopeya. Esta solo es mi lectura: la de un par de voces pequeñas que nos enseñan que para conquistar nuestro propio territorio no es necesario mover fronteras, saquear ranchos, ni arrasar pueblos. Lo importante es aprender a leer el monte, escucharlo y aprenderlo para así saber cuáles memorias merecen atesorarse, cuales deben pudrirse en el desierto, y cuáles conservarse en silencio, aunque se estén borrando con el tiempo.
@vasconceliana
[1] Otra cosa que yo tampoco sabía, era que bisogno en italiano significa ‘necesidad’ y que el término se usó para describir a los soldados españoles recién llegados a Italia, que necesitaban de muchas cosas y eran considerados inexpertos pero eso lo tuve que googlear.





