Federico Anaya Gallardo
Mi Nana Mari, quien nunca se llevó bien con su propio padre, Federico Flores (¡ah qué con las coincidencias nominativas transgeneracionales e interclasistas!), nos llevó en 1971 a visitarlo en Torreón, luego del periplo San Juan-Tlahualilo en que me enseñó a ser abogado y del que he tratado antes. Don Fede era un viejo moreno de brillantes bigotes blancos, rostro y manos curtidas por largos años de trabajo. Gruñía al hablar, pero era de mirada y estilo cálido. Mari me contó, muchos años más tarde, que cuando ella era niña y vivía más o menos cerca de su padre (hay aquí otra tragedia de larga data), todos los martes él iba a la reunión de los agraristas.
Este recuerdo se le disparó a ella porque en 2004 conseguí de un amigo entonces perredista originario de Colima un CD con una recopilación de viejas canciones cardenistas, que incluía una versión del Himno Agrarista que se transmitía en La Hora Nacional en los 1930. Estábamos oyendo el himno y ella exclamó desde la cocina: “¡Ya llegó don Fede a la reunión de los agraristas!” (El álbum se puede escuchar completo en Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=HCDw6Ja4IVQ&list=OLAK5uy_kCDB8g_u6yzQK1FEN__0hIItprcfGyyas&index=9, el himno es la 9/24.)
El himno le trajo a ella el recuerdo y a mí la información que me explicó una cosa extrañísima que había visto de niño en casa de don Fede en 1971. El viejo vivía en un barrio popular de Torreón, por La Alianza, cerca del casco original de la ciudad. La casa tenía un solo nivel, era de paredes de adobe, con la fachada enyesada bien cuidada y un portón grande para entrar. Yo (6 años) pensé, “como entrada de cochera”. Yo no sabía entonces para qué tipo de coches. Ahora lo sé: el arco de entrada permitía en otros tiempos pasar dos hombres a caballo o un carromato.
Pues resulta que a la entrada de la casa, a mano derecha, justo al inicio del zaguán-pasillo, arriba, había un altar. Muy arreglado, lleno de flores fragantes y con varias veladoras prendidas. Nada nuevo para un niño criollo criado en el catolicismo mexicano por una nana de tradición popular. Pero lo que se me fijó en la memoria fue la imagen en el altar. Era una fotografía de Francisco Villa, con sarakof, mirada brillante y sonrisa franca. Supongo que don Fede vio la extrañeza en mi cara y me presentó al “dios lar” de su hogar: “—Mi general Francisco Villa.” Mi Nana Mari y mi abuelo Emigdio me contarían luego varias historias del centauro.
La siguiente vez que vi a Federico Flores fue 11 años más tarde, en una funeraria, en su cajón; yo llevándole a sus deudos el mensaje de que Mari no deseaba aquella casa, que él le había dejado en herencia. Mi Nana Mari era dura en eso de los perdones. Resulta que en esa misma funeraria fue adonde me atendieron cuando llevé el cuerpo de ella a incinerar, hace un año. Ciclos que se cierran. Memorias que perduran.

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Don Fede era un agrarista, adoraba al general Villa y crió hijas e hijos en varias familias. Todos sus vástagos crecieron como hermanas y hermanos y mantuvieron –pese a muchos pesares– la solidaridad entre ellos. Al que más quería mi Nana Mari era a Miguel. “—Miguel mi hermano, el de la pasteurizadora”, decía cada vez que se acordaba de él. Era el mayor de los hijos varones de don Fede. Calculo que haya nacido entre 1915 y 1920 –porque Mari se refería a él casi como a un adulto que la había criado y visto por ella.
Cuando ella me contaba en los 1970 de Miguel su hermano, éste llevaba muerto al menos una década. El gran orgullo de Mari fue que él había sido funcionario en “la pasteurizadora”. La imagen que ella me trasmitió se resume en las siguientes palabras: “trabajo duro”, “disciplina”, “técnica”. Parece que murió de un infarto, una tarde cuando regresaba de la oficina. (Supongo que por eso me deprimen las tardes en que la luz huye y el gris del cielo y la tierra se juntan.) Ahora sé que la pasteurizadora fue parte de un proyecto complejo y ejemplar que unió a decenas de pequeños lecheros de las tres ciudades centrales de La Laguna en 1949. Wikipedia reporta que el nombre oficial era Unión de crédito de productores de leche de Torreón. Las uniones de crédito eran, desde 1932, una forma de asociación de orígenes mutualistas que la Federación fomentó en beneficio “de grupos de población para los cuales resultan inaccesibles las formas más ordinarias del crédito”, entre otras cosas, “por la situación económica de las personas que componen esos grupos” (exposición de motivos de la Ley General de Instituciones de Crédito, Diario Oficial de la Federación, 29 de junio de 1932). Se trataba de que las personas asociadas reuniesen sus pequeños recursos y formaran un fondo común, para emprender juntos proyectos colectivos.
Mi madre, Hilda Gallardo Flores, recuerda ver, de niña, el gran alborozo que significó reunir a los lecheros, construir la pasteurizadora y abrir, por todo Torreón, pequeñas lecherías para la venta al público. El nuevo sistema sustituía la distribución tradicional, en la que cada lechero tenía sus clientes en el barrio surtiéndoles en casa o entregando la leche bronca en el establo. Mi abuela, la profesora Dolores Flores de la Fuente tenía muy presente que el proyecto permitió cerrar multitud de pequeños establos que existían por la zona urbana y mejorar la higiene. Era proyecto que inició colectivo y con sentido social amplio. Hoy se llama Lala.
Puede verse cómo los campos sociales de mi Nana Mari, de mi abuelo periodista y de mi abuela normalista se cruzaban en varios puntos. Uno de ellos eran los litros de leche. Ahora bien, mucho antes de que yo supiese qué era un campo social y cómo se organizaron los lecheros, ocurrió lo que sigue. Siempre que sus nietos estábamos de visita en Torreón, el abuelo Emigdio (Spivis en la prensa) se aseguraba de que hubiese suficiente leche. Cuando Mari sacaba uno de los frascos del refrigerador, a la hora de la merienda, Spivis –quien también fue locutor en la radio local– engolaba la voz y recitaba: “Leche Lala, ¡La-Laguna!” Y Mari recordaba a Miguel su hermano y contaba su historia. Spivis completaba el relato explicándonos qué significaba “pasteurizar”, el gran avance que fue para detener muchas enfermedades, y cómo el proceso técnico es complejo y requiere mucha vigilancia. Mi Nana Mari se enorgullecía de que su hermano hubiese sido parte de ese progreso… aunque se quejaba de una de las consecuencias no deseadas de la pasteurización: al calentar la leche en casa no se producía tanta nata como antes.
Mi hermano Juan Jaime y yo terminábamos la merienda, subíamos a dormir y justo antes, mi abuelo me llamaba a su despacho, adonde escribía para su periódico (Nazas) y me enseñaba un retrato de Pasteur en una enciclopedia. En ese despacho había otro altar: en la pared estaba una foto autografiada de Lázaro Cárdenas, dedicada a Spivis, “defensor de la causa revolucionaria de México”.
La pasteurizadora fue un proyecto complejo, de amplia base social, nacido de una sociedad diversa y bien organizada, como era la lagunera en la post-revolución. En ella participaron tanto los hijos de soldados villistas (Miguel Flores) como los hijos de administradores de ranchos de la familia Madero (Emigdio Spivis Gallardo). Una misma causa los hermanaba. Mi abuela Dolores Flores (esas Flores son de otro jardín, aclaro) había participado en los años 1930 en el experimento de Educación Socialista, que de acuerdo a Ma Candelaria Valdés Silva, tuvo un éxito particularmente serio en La Laguna. (Una sociedad en busca de alternativas: La educación socialista en La Laguna, SEP, 1999.) Miguel, el hermano de mi Nana, seguramente fue egresado de alguno de los esfuerzos educativos de la región. Por todo lo anterior, ya nomás hago entripados cuando oigo de los desafueros de la compañía capitalista en que se convirtió aquel intento de cooperación de pequeños productores de origen campesino… y me dan ganas de preguntarle a las y los laguneros de hoy, como canta cierto corrido: “¿Ya no se acuerdan, valientes, que tomaron Torreón?”
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