Federico Anaya Gallardo

Mencioné en mi comentario anterior que, de acuerdo a Lamia Oualalou, el éxito electoral de Bolsonaro en Brasil se debía tanto a su discurso evangélico como a su habilidad para atraer al menos a la mitad del voto católico –y que esto lo logró no a través de símbolos religiosos, sino de un discurso reaccionario: por ejemplo, alabando a un militar torturador. El fenómeno es mucho más amplio que el propio Bolsonaro. Oualalou nos recuerda que antes de que el hoy presidente emergiese como figura sensacional, su contrincante petista en las presidenciales, Fernando Haddad, había sido duramente criticado por promover, desde el ministerio federal de Educación, una cartilla en contra de la homofobia en las escuelas. Es decir, antes que el evangelismo político, había ya un discurso de derechas que no distingue entre credos religiosos. Oualalou nos dice que antes de llegar el candidato, ya había en Brasil una “ola profunda pero escondida que agitaba a Brasil contra la «era de los derechos»: de las mujeres, los negros, los indios, los homosexuales…” Me parece que Oualalou atina en un punto relevante: el clivaje (quiebre social) relevante no es de naturaleza religiosa. La oposición mayor se da entre quienes están habituados y desean conservar una sociedad tradicional adonde muchos (que juntos forman la mayoría) carecen de derechos, por una parte; y por la otra quienes desean construir una sociedad nueva en la que se reconozcan todos los derechos para todos, empezando por esos muchos que han estado marginados hasta ahora.

Cuando Barranco aterriza en México la hipótesis de la amenaza electoral de los evangélicos pentecostales (pp. 109-113), reconoce desde el título de esa sección que el amago no era genuino, pues le llama “la falacia del voto religioso en México”. Primero, Barranco nos muestra cómo el partido político que jugaría el papel de vehículo del evangelismo pentecostal y conservador, el PES, es “un partido chapulín” que “ha pactado alianzas electorales regionales y federales con Convergencia, el PRI, el PAN y el PRD” (p.110). Su líder y fundador, Hugo Eric Flores ha militado políticamente desde muy joven, por lo cual ha acumulado experiencia trabajando con priístas (Colosio, Zedillo y Liébano Sáenz), luego apoyó la campaña de Calderón en 2006 y trabajó en el área de medio ambiente de la segunda administración presidencial panista. De todo ello, Barranco concluye que el líder del partido “ha sido también un funcionario chapulín” (p.111).

Dicho lo anterior, uno entiende por qué los electores, razonablemente, no otorgaron al PES ni siquiera el 3% de la votación general.

Pero no me adelanto. Antes quiero enfatizar que Barranco inicia su sección sobre el voto religioso en México en tono de escandalizada denuncia –un poco imitando el modo de Blancarte en la primera mitad del libro AMLO y la religión (2019). Barranco cuenta primero la “alianza contra natura” del partido del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y el Partido del Trabajo (PT) –dos organizaciones de izquierda– con el PES. Nos recuerda que la coalición “causó extrañeza y hasta irritación”, porque “contradecía el patrimonio, la identidad y la naturaleza secular de la histórica militancia de izquierda presente en Morena” (pp.109-110). Pero ah, los tercos hechos: El PES, pese a ir en coalición, no alcanzó ni el 3% de los sufragios. Barranco, el científico social, reconoce que debemos “relativizar, al menos en la elección de 2018, la existencia del voto religioso” (p. 111) y más, que “por ahora, no hay evidencia del voto evangélico” en México, pues las y los votantes fueron a las urnas “no tanto en su condición de religiosos sino en calidad de ciudadanos” (p.112). Y, pese a ello, Barranco, el asociado editorial de Blancarte (quien preparó el guión del juicio político contra López Obrador en el capítulo 5 del libro), vuelve a la carga: que no haya habido voto evangélico en 2018 no significa que no aparezca después.

En cuanto a los liderazgos evangélicos, Barranco nos había presentado a Hugo Eric Flores como el demiurgo pentecostal que llevaría la agenda evangélica conservadora a las cámaras federales y a Palacio Nacional (p. 111). Resulta que, al tiempo que su partido desaparecía, el ciudadano Flores se quedaba con la plaza de coordinador de programas sociales (“superdelegado”) en Morelos. Y esto nos lo reporta el mismo Barranco, en la misma página. Pero destruido ese demiurgo anti-laico, Barranco no ceja en su afán de alertarnos. Nos dice que la derrota del PES “no significa que este ‘despertar’ evangélico se cancele. Los liderazgos del PES han quedado deteriorados, pero están surgiendo otros, como el de Arturo Farela bajo el gobierno de AMLO” (p. 113). De Farela, sin embargo, tanto Barranco como Blancarte nos reportan no sólo su activismo cercano al gobierno obradorista (una de las amenazas a la laicidad), sino también el repudio que en varias congregaciones protestantes ha causado esa cercanía. Es decir, el mismo libro nos alerta de un peligro y luego nos tranquiliza acerca del mismo.

Notemos ahora cómo Barranco, finalmente un científico social más meticuloso que Blancarte, nos aporta una hipótesis alternativa para explicar la coalición contra natura de 2018. ¿Podría ser que el interés mayor de AMLO en su alianza con el PES no haya sido capturar el voto evangélico, sino evitar que esa agrupación se coaligara con alguno de los partidos de la derecha electoral (PAN o PRI)? Barranco responde afirmativamente: “AMLO se alió a pesar de grandes críticas a un partido evangélico para atraer a su causa un mercado político en ascenso y en cierto sentido evitó una alianza política ultraconservadora”, pues “era natural que los pentecostales del PES se entendieran con el Yunque y Provida” (p. 115).

Al final, en lo electoral, la esperada ola evangélica no rindió mucho en urnas. De hecho, antes de la jornada electoral, el PES resultó tan débil en algunas regiones que Morena o el PT debieron prestarle personas para llenar las candidaturas que le tocaban en el convenio de coalición. ¿Qué ha sido de la plataforma ideológica evangélica en el PES? Casi nada. Las y los legisladores de esa denominación han continuado en las cámaras federales, pero han funcionado más como apéndices de Morena que como generadores de propuestas desde las convicciones evangélicas. En materia de discurso conservador pro-vida y anti-guerrillero, por ejemplo, ha sido más escandalosa la senadora Lily Téllez de Sonora, quien llegó a su escaño con un ticket de Morena pero como candidata independiente.

¿Qué queda de la coalición? La genial maniobra política de evitar la alianza ultraconservadora a finales de 2017, como bien dice el mismo Barranco. Pese a ello, el autor todavía se pregunta: “¿Homo religiosus o animal político?” (p.115).

López Obrador es primero (y únicamente) un animal político, como cualquier otro político de la modernidad. Hugo Eric Flores ya había pactado con el PAN calderonista en 2006 y el PES de Hidalgo había empezado a orbitar alrededor de la precandidatura del priísta Osorio Chong. Hay ocasiones en que el valor de un aliado se reduce a que no esté coaligado con los enemigos. Dividir a la derecha ideológica evitando una nueva convergencia de los evangélicos electorales con alguno de los dos partidos de derechas, por otra parte, es un servicio grande a la República, pues desconecta algunos de los resortes que permitieron la oleada pentecostal que afecta a las repúblicas latinoamericanas.

Si es tan clara la respuesta, ¿por qué Barranco dejó abierta la pregunta? Sencillo: porque el argumento que aparentemente había acordado con Blancarte es que el presidente López Obrador representa un peligro inminente para el Estado laico. Un presidente zoon politikon que obliga a los evangélicos politizados a laicizarse ofreciéndoles parte de las ganancias electorales de una administración secular no conviene al retrato que pretenden.

agallardof@hotmail.com

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