María del Pilar Torres Anguiano

Entre las recientes noticias de Cataluña y las noticias de los dreamers que están siendo deportados de EU, hay algo en común. Son casos de personas para quienes su nacionalidad y su patria no coinciden y en torno a estos temas las opiniones se polarizan. La filosofía escolástica nos enseña que es insensato afirmar sin distinguir, sobre todo, cuando se está hablando en términos de abstracciones: la pobreza, la humanidad, el partido, la iglesia, la nación y un largo etcétera. Así sucede con el nacionalismo, para el que la identidad está en función de una pertenencia a la cual se ordenan todos los valores y lealtades.

Si hiciéramos un paralelismo entre la vida del individuo y la de los pueblos, podríamos decir que el individuo crece, desarrolla sus facultades y busca su autodeterminación, exige el reconocimiento de su autonomía, de su libertad personal y sus derechos. Nada más respetable. En esto consiste la soberanía para una nación, como Cataluña, con el innegable derecho a decidir sobre su propio destino. Sin embargo, hay que decir que cualquier discurso en el que patriotismo y nacionalismo estén implicados, es atractivo, idealista y romántico, pero también complicado.

José Vasconcelos consideraba a la Historia de México un estudio en el que no es posible la objetividad. Así lo demostró en su Breve Historia de México, una obra llena de interpretaciones y opiniones personales, que saca de quicio a mis amigos historiadores. A mí encanta esa obra, porque coincido en la tesis central de que es imposible hablar de México sin poner la pasión de por medio… y también porque no soy historiadora. Es importante tener en cuenta que, por muy atractivo que resulte el nacionalismo está en constante peligro de la radicalización de su discurso. Los nacionalismos atribuyen la propia identidad a entidades abstractas como raza, religión, historia y destino, que constituyen un conjunto de rasgos que las separa y jerarquiza con respecto las demás.

Podríamos mencionar mil ejemplos, pero la pregunta a formular es ¿en qué momento un genuino sentimiento de apego o amor por el lugar de origen se puede transformar en un discurso violento? ¿En qué momento este discurso se convierte en imperativo categórico? El siglo XXI nos ha mostrado que muchos estados se sustentan en un mito fundacional, que les brinda unidad, sin embargo, ese equilibrio es delicado y frágil porque, objetivamente, ningún país es indivisible, eterno ni divino.

El filósofo J.G. Fichte, publica en 1807 los “Catorce discursos a la nación alemana”, para muchos, el fundamento teórico del nacionalismo del siglo XIX. El tema central es la educación del pueblo, exaltando sus valores propios, en especial la lengua alemana como vínculo determinante y unificador, a partir del cual se constituye la fuerza de la cultura. Para Hegel, la historia de la humanidad supone el progreso hacia la plena autoconciencia. Esa marcha viene alentada por el espíritu del pueblo, que se constituye en nación. Ese espíritu que actúa a través de los individuos, es el motor de su acción. Así, en el idealismo de Fichte y Hegel está la piedra angular del nacionalismo: lengua y espíritu que busca autodeterminación.

El nacionalismo toma ciertas peculiaridades que todos los grupos humanos poseen y que denotan un estilo propio de vida, los mitifica e interpreta como identidad, reduciendo a términos románticos toda la evolución histórica que las comunidades y pueblos experimentan. Los mitos implican una profunda virtualidad educativa y un potencial bien intencionado, como el de la Raza Cósmica de José Vasconcelos, sin embargo, el nacionalismo es ideológico y la línea que lo separa del fascismo es muy delgada.

Schopenhauer afirma irónicamente que todas las naciones se burlan de las demás y todas tienen razón. Todo nacionalismo tiene su origen en una falacia de tomar como indiscutibles a una serie de rasgos que de suyo son contingentes. Tales rasgos son características antropológicas y culturales históricamente variables en los que el nacionalismo fundamenta su discurso.

Se trata de un concepto muy próximo a la idea filosófica de la esencia: el conjunto de rasgos que hacen que una cosa sea lo que es. El problema es cuando esos rasgos, de los que se alimentan las rivalidades entre otras naciones, promueven violencia o confrontación. En el fondo de esta tendencia nacionalista por la historia, está la falacia de tomar la historia como naturaleza. Lo anterior no tendría consecuencias si no se diera el salto argumentativo de convertir esa identidad en una en categoría política que fundamenta determinados derechos propios y exclusivos. Surgen así los derechos de la diferencia que complican la convivencia pacífica.

El patriotismo en cambio es un sentimiento de apego y gratitud a la tierra. De alguna manera, el patriotismo es una virtud moral que, por definición, es incluyente y universal. Frente al nacionalismo radical, diversos autores rescatan el concepto de patriotismo: es decir, la lealtad y la defensa de la propia comunidad política. Por ejemplo, Jurgen Habermas que habla de un patriotismo constitucional y democracia deliberativa, es decir, un patriotismo basado en el acuerdo voluntario de convivencia entre personas que comparten un conjunto de valores acerca de la importancia de proteger la libertad individual. Este patriotismo se basa en una identificación genuina, de carácter reflexivo con rasgos universales y de derechos humanos, no con particularismos excluyentes. Los motivos para que surja el sentimiento patriótico no son etéreos ni míticos, sino simples, concretos. Habermas los explica en estos términos: “el patriotismo de la Constitución significa, entre otras cosas, el orgullo de haber logrado superar el fascismo, establecer un Estado de derecho y anclar éste en una cultura política”.

El nacionalismo implica una ideología excluyente que construye una barrera política infranqueable. El patriotismo implica que amo la tierra en la que nací, pero también amo la tierra en la que soy feliz y entiendo que todas las personas, a su vez, experimenten sentimientos similares. Para cualquier persona, como nosotros, el patriotismo se puede entender como un sentimiento más cotidiano y sencillo, y puede expresarse en términos coloquiales. Así lo entendí hace unos días viendo un reportaje en televisión acerca de los dreamers, en el que una reportera prácticamente desentrañó el misterio de la patria junto con la persona a quien entrevistaba, un joven oaxaqueño en peligro de ser deportado. Ella le preguntó: ¿En qué lengua sueñas, en inglés o en español? Él respondió que casi siempre soñaba en zapoteco. Yo creo que esa es su patria.

@vasconceliana

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