Pedro Miguel
Una revolución pacífica y democrática tiene la virtud inconmensurable de evitar la pérdida de vidas y la destrucción material, pero conlleva también el desafío de desarrollarse y progresar en un andamiaje legal y burocrático creado por el régimen al que derrocó: un conjunto asfixiante de reglas e instituciones diseñadas para la preservación del viejo orden y dotadas de un personal formado en sus hábitos mentales. Ningún proyecto político llega al poder con los cuadros suficientes para gobernar un país ni con la capacidad de mantener una mínima estabilidad si prescinde de los equipos administrativos heredados.
Existe, en esa circunstancia, el peligro real de que el aparato del Estado acabe por neutralizar el intento transformador, por asimilarlo y dejarlo en un manojo de buenas intenciones inocuas. En contraparte, el afán de forzar la marcha en la renovación de la administración pública y las prácticas de gobierno puede llevar a una ruptura y un desbarajuste que desemboque en la parálisis, en un choque entre poderes y en una crisis institucional que más temprano que tarde se volverá económica y social.
Como presidente, Andrés Manuel López Obrador actuó desde un profundo entendimiento de esta disyuntiva y llevó a cabo todos los cambios de fondo que le fue posible realizar, considerando que no se podía proceder a una transformación profunda de los órganos de procuración e impartición de justicia, y que las mayorías legislativas alineadas con la Cuarta Transformación eran insuficientes –porque no reunían los dos tercios– para emprender reformas constitucionales; debían limitarse a reformar leyes, con el riesgo de que las reformas respectivas terminaran, como ocurrió muchas veces, siendo anuladas por una Suprema Corte de Justicia entregada a los intereses oligárquicos, o incluso por simples jueces corruptos.
Se tenía, además, a un organismo electoral comprometido con los designios mafiosos de la vieja clase política y a un enjambre de organismos autónomos dotados de facultades constitucionales para obstaculizar y torpedear decisiones del Ejecutivo federal. Todo ello, sin contar que la gran mayoría de las gubernaturas estaban en manos de la oposición, que los poderes fácticos de corporativos empresariales eran reacios a la transformación y que los consorcios mediáticos empeñaron toda su virulencia, su sensacionalismo y su capacidad de intoxicación de la opinión pública para tratar de inducir una animadversión mayoritaria de la sociedad hacia el gobierno.
Eso explica la necesidad inicial de escoger entre el menor de los males; por ejemplo, abandonar la idea de juzgar a los ex presidentes (cosa irrealizable sin la colaboración del Poder Judicial y de una fiscalía dispuesta) y adoptar una política de alianzas que permitiera romper la unidad de la reacción y una estrategia de negociación y diálogo con los poderes económicos y sindicales tradicionales que hiciera posible dar pasos decisivos en la política social y laboral, como los programas sociales y la política de fortalecimiento salarial.
En el curso del sexenio pasado, tales opciones se revelaron como virtudes democráticas en una praxis gubernamental guiada por la lógica del convencimiento y no por la del aplastamiento, y permitieron mantener una economía estable (con todo y la pandemia) y orientada a la redistribución antes que al dogma del crecimiento.
En la elección de junio de 2024, la Cuarta Transformación puso sobre la mesa dos propuestas fundamentales: seguir la aplicación de su proyecto de nación desde el gobierno federal, con Claudia Sheinbaum como abanderada, y conquistar la plena capacidad de operar reformas constitucionales mediante una mayoría legislativa calificada, con la mira puesta, en primer lugar, en la reforma judicial.
La sociedad dio un amplio respaldo a esas propuestas y con ello pudieron conformarse poderes Ejecutivo y Legislativo mucho más sólidos y robustos que los del primer periodo transformador. Las alianzas tan criticadas por algunos impacientes y puristas del movimiento han hecho posible la plena transformación democrática de la Suprema Corte y demás organismos judiciales, la supresión de organismos autónomos que eran reductos del neoliberalismo y, vía el Senado, el inicio de una renovación y actualización de la Fiscalía General de la República.
Desde la frustración y la amargura se inventa y propala una pretendida supeditación de órganos legislativos y judiciales a Morena, cosa que es falsa; se trata, en cambio, de una alineación de los poderes públicos en un proyecto de nación y en el pacto social en construcción, algo perfectamente válido y legítimo.
Hoy, la presidenta Sheinbaum posee un margen de acción mucho mayor que el que tuvo su antecesor y mejores condiciones para, entre otras cosas, combatir la corrupción, hacer frente a la violencia delictiva y limpiar las oficinas públicas de vicios inveterados. A lo que puede verse, en los próximos años la transformación va a apretar el paso.
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