Guillermo Luévano Bustamante

En 2014 el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) estimaba el costo de la inseguridad en México como equivalente a 1.27% del Producto Interno Bruto, esto es 213 mil millones de pesos. Ese mismo año, el Instituto para la Seguridad y la Democracia (Insyde, AC) publicó la investigación Una aproximación a los costos de la violencia y la inseguridad en México (www. insyde.org.mx) en el que se plantean las diversas consecuencias económicas y sociales que se derivan del incremento en la violencia en el país. En la perspectiva de Insyde, la cifra es mucho mayor que la de Inegi, hasta alcanzar el equivalente a 15% del PIB. Un boquete al presupuesto que impide el crecimiento sostenido, junto con las otras decisiones gubernamentales desacertadas.

En los cálculos y estimaciones de Insyde, se considera el egreso que ejerce el gobierno para contener, prevenir, perseguir y castigar los delitos; los montos que invierte la propia ciudadanía en resguardarse de los riesgos; el dinero que deja de invertirse y generarse por la disminución de las actividades comerciales; las alteraciones o modificaciones en las rutinas, traslados, actividades cotidianas de las personas trabajadoras, lo que genera incrementos en su gasto cotidiano; entre otros efectos que dañan la economía en distintas dimensiones.

Pero la inseguridad cuesta también, y lamentablemente de forma alarmante, vidas humanas, afecta la salud de las víctimas y de sus familias y, vista de forma global, ha disminuido la expectativa de vida.

En un plano diferente, la violencia social daña también el entorno comunitario. Este plano es más difícilmente medible. Y voy a aventurar algunas posibles consecuencias que no serían cuantificables en dinero, o por lo menos no de manera directa. La delincuencia cotidiana, la violencia descarnada, las agresiones con armas por unas causas o por otras en sitios disímiles de la ciudad generan desasosiego, incertidumbre, angustia, miedo, rabia. Renunciamos un poco a la vida nocturna, pero sobre todo nos quitan la tranquilidad, los delincuentes pero también la indolencia gubernamental, su incapacidad para atender estos temas urgentes, su pachorra, su desidia, su desdén por las vidas canceladas, por las familias enlutadas. La delincuencia organizada está resquebrajando la comunidad y las autoridades parecen tolerarlo y hasta fomentarlo con su inacción. Y los homicidios y los feminicidios causan dolor. Y las torpes reacciones gubernamentales y las versiones modificadas para proteger su imagen o las estadísticas alteradas a modo para no exhibir sus fallidas estrategias, causan enojo. Malhumor social, como acusaría la retahíla presidencial.

Habría que ver cómo es la correspondencia de las valoraciones pecuniarias nacionales con el caso potosino, y quizá solo de ese modo, puesto en dinero, el gobierno estatal se interese en resolver los casos, los conflictos, las agresiones, los asesinatos, los feminicidios, los encobijados, las desaparecidas. Porque en términos de la estabilidad social, de la tranquilidad de la ciudadanía, del gusto perdido o contenido de la gente de salir a pasear al parque, a la placita de la colonia, visto así, en las cosas sencillas a las que tenemos derecho, por supuesto, parece no serles prioridad ni al alcalde ni al gobernador.

@guillerluevano

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