Federico Anaya Gallardo

Las y los politólogos insisten en que un buen régimen democrático debe regirse por el principio mayoritario compensado por el respeto a los derechos de las minorías. Se oye bien, pero en política las cosas son siempre más complicadas. Por ejemplo, la minoría aristócrata de la Francia de 1789 asumía que entre sus derechos estaba que su dignidad fuese respetada por sus socialmente inferiores, lo que implicaba actos específicos de cortesía cuando una persona noble se encontraba con una persona común, pero también la inmunidad fiscal. Es decir, las y los comunes debíamos dirigirnos a ellos como monsieur (mi señor) o madame (mi señora) pero aparte, ver cómo él o ella nunca pagaban impuestos mientras a nosotros nos perseguía la Tesorería. La Francia republicana decidió un día que “Su Majestad Cristianísima Luis XVI” en realidad se llamaba “Ciudadano Luis Capeto” y al día siguiente lo decapitó por conspirar contra la República y ayudar a la invasión del territorio nacional.

Haca ya muchos años, encontré una vieja edición (1840) de Obras de Maximiliano Robespierre (editadas en París por Laponneraye y precedidas de consideraciones generales por Armand Carrel). En ellas se recuperaron varios de sus discursos en aquellos días. El atildado diputado por Arrás se había opuesto a la guerra, cuando una facción de la Convención llamó a expandir la Revolución. Explicó que un pueblo no puede imponer la libertad a otro pueblo. Luego se concentró con sus compañeros en redactar una nueva declaración de los derechos del hombre (la radical de 1793): La finalidad de la sociedad es el bienestar común (Artículo 1); Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley (Artículo 3); La ley es la misma para todos (Artículo 4); Los pueblos libres no conocen otro motivo de preferencia, en sus elecciones, que las virtudes y los conocimientos (Artículo 5); Todos tienen derecho a rechazar por la fuerza la opresión y tiranía (Artículo 11)… Magnífica y claridosa, mucho más que su predecesora –la Declaración de 1789– en la que aún se reconocía la existencia de un humano distinto, el rey. Bajo esta Constitución Sainte Domingue se convirtió en Departamento Francés, envió diputados a la Convención Nacional y logró la abolición de la esclavitud.

Pero la guerra llegó a Francia pese a todo. Las monarquías invadieron la República y pretendieron restaurar el poder absoluto de reyes que alegaban “origen divino”. En estas circunstancias, la Convención Nacional decretó medidas extraordinarias para defender el nuevo orden. El licenciado Robespierre, que había defendido el derecho a la autodeterminación política de todos los pueblos y votado fuertes defensas para toda la ciudadanía, escribió entonces un discurso oscuro. Aquí un resumen de su argumento: (1) El régimen constitucional acaba de nacer y es débil; (2) La Constitución protege los derechos de todos, aun de quienes la rechazan; (3) Los defensores de la Constitución la respetan y fortalecen –respetando las garantías de todos; (4) Los enemigos de la Constitución la rechazan y usan violencia extrema para destruirla –sin respetar los derechos del resto de los ciudadanos; (5) Esta lucha es inequitativa y requiere la suspensión de los derechos de los enemigos de la Constitución –hasta que la República haya sido salvada. Así nació La Terreur (El Terror) que es, en realidad, un Estado de Sitio y Suspensión de Garantías Individuales.

El Terror aplicado sistemáticamente por el Comité de Salud Pública entre 1793 y 1795 se ha convertido –en el discurso de conservadores y reaccionarios– en el símbolo del abuso de cualquier gobierno popular. Su fantasma sirve para desestimar cualquier tipo de reivindicación colectiva antes y después de 1800. Un ejemplo cómico de esto nos lo regaló en 2015 el historiador británico David Starkey. En una mesa redonda sobre el 800 aniversario de la Carta Magna, Starkey afirmó que la Carta Magna inglesa incluía “un comité de salud pública de los barones que se comportó exactamente como todos los comités de salud pública: fue perverso, egoísta… justo como el original”. El problema es que el original es de 1793 y la Carta Magna es de 1215 –pequeño error de 578 años. (Liga 1, minutos 21 & 22.)

Sin embargo, desde la década previa al Terror francés, los publicistas occidentales ya habían discutido los peligros de la radicalidad de las mayorías. En el Número 10 de El Federalista, James Madison trató de “la violencia facciosa” y explicaba que “la inestabilidad, injusticia y confusión introducida en los consejos públicos, ha sido ciertamente la enfermedad mortal que llevó a la tumba a los gobiernos populares”. De acuerdo a Publius el peligro mayor residía en la violencia de las mayorías –desencadenada por demagogos– por lo cual la Constitución creaba obstáculos para que una sola opción política pudiese ganar, a través del voto popular, todas las palancas del poder. De hecho, el rejuego entre elecciones estaduales y federal, así como las diferencias sociales en cada Estado o bien la existencia de un Senado no-electo (originalmente, los senadores eran designados por los gobernadores) y la elección indirecta del presidente vía una tercera asamblea llamada Colegio Electoral, impedirían que un “indebido entusiasmo” democrático entregase todo el poder a una facción.

De todo esto (violencia de facción, pesos y contrapesos, demagogos y Terror) es de lo que hablaba el doctor Javier Martín Reyes (@jmartinreyes), profesor de la División de Estudios Jurídicos del CIDE en un tuit del 21 de diciembre de 2021: “No hay democracia constitucional sin límites a la mayoría y sin instituciones de garantía. / El @INEMexico es, por diseño, un órgano contramayoritario. / Una institución que garantiza derechos políticos y elecciones libres. / Por eso hay que defenderlo de los abusos de las mayorías.” (Liga 2.)

A mí me parece un poco aventurada la afirmación. En el sistema republicano presidencial y federalista, el resultado final de las elecciones era dejado tradicionalmente ¡a la cámara de diputados del congreso general! Es decir, a una asamblea que obviamente está dominada por las facciones y los partidos. Esto sigue siendo así en EU adonde, si en el Colegio Electoral nadie tiene mayoría, la decisión se manda a la cámara baja. En México, hasta 1988, las y los diputados se reunían como colegio electoral para calificar la elección presidencial.

Peor (se espantaría el illustrissimi doctoris CIDE), en la república democrática más antigua del planeta (EU) las elecciones siguen siendo organizadas por las secretarías de gobernación de cada Estado (y a veces, de cada municipio). Y nadie duda que los estadunidenses viven bajo un sistema en que las mayorías deciden y respetan a las minorías.

El sistema electoral mexicano era básicamente igual. Pero desde 1977, las reformas electorales insertaron dos elementos de pluralidad en la Comisión Federal Electoral (madre del IFE y abuela del INE). Aunque estaba presidida por el Secretario de Gobernación y su secretario técnico era el subsecretario; había un senador y un diputado representando al congreso general y cada partido político con registro tenía un asiento. Todos con voto. Para asegurarse la mayoría en esa comisión, se le daba voto al notario público que acompañaba las sesiones y se aseguraba que los viejos partidos satélites (PARM y PPS) votasen disciplinadamente. Parte del desastre de 1988 tuvo que ver con un menguado control gubernamental cuando el cardenismo se quedó con los representantes de los “auténticos” y de los “populares” y sumó al PST y el PSUM. En otras palabras, la autoridad electoral mexicana siempre ha estado ligada a los partidos políticos. A partir de 1996 la “despartidización” del IFE consistió en quitarle el voto a los representantes de los partidos, pero dejando que estos votasen en la cámara quiénes serían los consejeros ciudadanos. Y, por cierto, el legendario Primer IFE fue el resultado virtuoso de una negociación partidista abierta y clara.

No. El INE no es una institución contra-mayoritaria. Las y los diputados –surgidos de los partidos políticos más votados– deciden quiénes lo conforman. Ciertamente les hemos impuesto limitantes: los candidatos son previamente evaluados, en términos técnicos y éticos, por un comité de especialistas que a su vez es formado por “personas de reconocido prestigio” designadas por la CNDH (2), el INAI (2)… y la propia Cámara de Diputados (3). En otras palabras, los partidos políticos, que responden a las pulsiones populares, controlan indirectamente todo el proceso. Y no es cosa mala.

Hay que despertar ya de las pesadillas de nuestras élites conservadoras. El Terror de Robespierre no regresará porque ya no es necesario. Las masas populares en todo el mundo han logrado implantar las ideas constitucionales y democráticas de la Revolución de 1793. Así que todas y todos tienen garantizada la protección de sus derechos humanos (incluso quienes desean la muerte de sus enemigos, como Ricardo Alemán).

agallardof@hotmail.com

Ligas usadas en este texto:

Liga 1:
https://www.youtube.com/watch?v=jm1FrTO2aOg&ab_channel=IntelligenceSquared

Liga 2:
https://twitter.com/jmartinreyes/status/1473429806465400839?t=hYFEFDDUs7sSa-SYAa9qeQ&s=09

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