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América Latina en la encrucijada / La Jornada Semanal

La Plaza de los Congresos se colmó de manifestantes para repudiar las múltiples medidas tomadas por Mauricio Macri durante su primera semana de gobierno. Foto: Cecilia González /Notimex/ COR7 POL

Para Virginia y Sergio, para Vanina y Francisco Chino, para Leo

Ninguna polarización política –la misma “grieta” argentina o venezolana– ha logrado mantener una imagen uniforme de la América Latina actual, o al menos alejada de cierta heterogeneidad que complica cualquier definición de época. Sobreviven, en cambio, la vulnerabilidad con la que las economías nacionales se suman a la globalización neoliberal, la herencia despótica de los regímenes políticos, el renovado empoderamiento de sociedades castigadas casi hasta el colapso, la continuidad cultural y artística de un subcontinente que, con testimonios y golpes de memoria, responde a las atroces lógicas del capitalismo tardío, pero también a la desviación autoritaria de las izquierdas gubernamentales. Más allá del viejo y nostálgico esquema izquierda-derecha, en América Latina se juegan las orillas de cualquier destino político en la fluctuación de ese empoderamiento social que no sólo se define a partir de la lucha directa contra el capitalismo. Los empoderamientos indígenas, de género, feministas, las luchas ambientales, contra la corrupción o contra los grandes monopolios de la comunicación, no son ya simples demandas de sector: ayudan a redefinir los alcances en el campo económico y cultural de la misma destrucción capitalista y ya no pueden ser soslayados por las mismas luchas de la izquierda partidista, a pesar de que muchas de ellas han querido ser incorporadas a la hegemonía de la sociedad política neoliberal.

Sin embargo, en América Latina –esa “bella durmiente de las utopías”, como la llamaría el cronista chileno Pedro Lemebel– el campo político por excelencia de las reorientaciones ideológicas sigue siendo el que se disputa en las elecciones. Quizá porque, tanto a través de las cámaras legislativas como de las presidencias, se cierran los grandes acuerdos de subordinación de los países latinoamericanos al círculo de impunidad neoliberal, la democracia electoral sigue siendo el último refugio de legitimidad de las economías de mercado, pero también una herramienta estratégica del empoderamiento social.

Desde finales del siglo xx, un eje de izquierdas alcanzó el poder gubernamental a través de elecciones. Hugo Chávez en Venezuela (1999-2013), Luiz Inácio Lula Da Silva en Brasil (2003-2010), Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina (2003-2015), Rafael Correa en Ecuador (2006), Evo Morales en Bolivia (2005), José Pepe Mujica en Uruguay (2010-2014), formaron también una poderosa imagen de unidad latinoamericana “progresista” que en nuestros días parece entrar en una fase de agotamiento también por vía de las urnas. Casi como el desenlace esperado por la narrativa que más o menos unifica a las diferentes derechas en América Latina, el triunfo en la elección presidencial de Mauricio Macri en Argentina y la derrota parlamentaria del chavismo en Venezuela estimulan la adrenalina mística de un nuevo ajuste conservador o del eterno retorno neoliberal: dos de los referentes más importantes de la izquierda partidista transformados en gobiernos nacionales en América Latina, y también de un posible orden ideológico de cierta unidad subcontinental, se desdibujan para documentar que el fantasma del “socialismo del siglo XXI” está herido de muerte.

Sin embargo, tampoco la narrativa de la izquierda de partido o de coalición es suficiente para comprender este nuevo giro a la derecha y la restauración neoliberal en América Latina, que hoy amenaza con entrar por la puerta grande para sentar en sus piernas a las “masas” afiebradas de tanto “populismo” de izquierda. En esta cartografía de la caída tampoco alcanza con el lamento que susurra una incomprensión social de las políticas “progresistas”. Los “monstruos” de la corrupción, del autoritarismo personalista y de la incapacidad para sentar las bases de “otra” economía, sumado a cierto desdén por temas como la despenalización del aborto o los derechos y la autonomía indígena, o la radicalidad para implementar políticas de género y ambientalistas, o la misma dimensión libidinal del consumo capitalista o las mitologías populares de matrices políticas como el peronismo o el mismo chavismo, son parte de los enigmas y de las lecciones que la izquierda ya sin poder gubernamental o parlamentario tendrá que revisar en su regreso a la política de calle, de barrio, de poblaciones, de villas miseria.

DÉCADA K Y LARGA AGONÍA DEL PERONISMO: ¿HORA DE LOS “EMPODERADOS” SIN VANGUARDISMO ILUSTRADO?

Las huellas de la elección de diciembre pasado en Argentina se dejan ver en las calles y en las conversaciones: “Esto recién comienza…”, se dice como una exclamación nerviosa sin destinatario preciso. En un puente sobre avenida Maipú, en Buenos Aires, cuelga todavía una manta en la que se postula a Mauricio Macri como presidente. En una de sus últimas emisiones, el programa de televisión678 se despide bajo la consigna “Vamos a volver… a volver… a volver… vamos a volver”, que también se canta en la despedida masiva de Cristina Fernández Kirchner en Plaza de Mayo, el 9 de diciembre.

Para el kirchnerismo que gobernó Argentina durante doce años, la “década ganada”, es la hora también de cierta revisión crítica y de especulaciones retrospectivas; la derrota es el monstruo de mil cabezas que el peronismo tendrá que enfrentar con sus dos definiciones: como el péndulo incorregible que va de la extrema derecha a la extrema izquierda, pero que aglutina todavía la expectativa de transformación social. El peronismo, quizás al igual que otras mitologías de la cultura política como la del PRI en México, también cumple en Argentina con la misión de orientar el oscuro fondo del espectro político nacional. Mito fundador y redentor, el peronismo está presente sin Perón como una narrativa del origen cultural que incluso llega a delimitar los relatos autobiográficos. Ricardo Piglia y Beatriz Sarlo, dos de los escritores contrapuestos en su misma relación con el kirchnerismo, se definen autobiográficamente en esta mitología peronista.

Afirma Beatriz Sarlo: “Mi padre era un furioso antiperonista. Lo que en Argentina se llama gorila. Era un típico ateo, liberal conservador de la tradición final del siglo XIX. Y, naturalmente, a los quince años yo me convertí a eso otro que mi padre no era… Todo esto es anterior a mi viraje marxista-leninista, a fines de los setenta. Pero volviendo a mi padre, siento que lo que él sí me transmitió fue la intensidad de su relación con la política.” Ricardo Piglia dice: “Mi padre era peronista y por una serie de problemas políticos en el ’57 decidió mudarse. Nos fuimos de donde yo había nacido, en Adrogué, donde también había nacido mi madre. En ese momento estaba en tercer año del secundario y viví esa mudanza, aunque eran 400 kilómetros, como un destierro, como si fuera un cambio drástico, un exilio.” Los límites populares del peronismo en su interpretación emocional: la política como la experiencia social por excelencia –de una intensidad autobiográfica casi desbordante– y la derrota política que se vive como destierro.

Ahora, el recargamiento kirchnerista del peronismo se enfrentará a su después de Néstor y Cristina: ¿desdramatizar la apretada derrota y la cerrada victoria, o acelerar la intensidad de la política y su sensación de destierro para transformarla en una cartografía de lo que se ha llamado el momento de losempoderados, de las grandes franjas de la sociedad que asumen la defensa de las políticas sociales kirchneristas? Quizá vendrá la fase menos peronista de las consecuencias de esos doce años de gobierno, que también cuentan con el consenso de que sacaron a la Argentina del fango suicida de la crisis económica del corralito de 2001, que reactivaron los procesos de memoria, derechos humanos y justicia después de la dictadura de 1976-1983, y que se plantaron con dignidad ante el capitalismo depredador del Fondo Monetario Internacional. El mismo kirchnerismo murmura, y por momentos hasta grita en las calles, que lo que vendrá será esta nueva mitología de los empoderados que se opondrán al gobierno de Macri, tan real y política como su mismo destierro de los grandes medios privados de comunicación, sólo que ya sin el “vanguardismo ilustrado” de cierto peronismo de derecha fundido pragmáticamente en un gobierno de izquierda, que no sería más que la última agonía de un peronismo “conductor” de las masas.

VENEZUELA: ¿EL ADIÓS A ESE “ESCÁNDALO DE POBRES”?

En el caso del fantasma de Hugo Chávez y de la derrota estridente del chavismo por la Asamblea Nacional, la elección en Venezuela del pasado 6 de diciembre viene también a fortalecer el sentido común que articula a cierta heterogeneidad conservadora: la “agitación populista” de los últimos años en Venezuela y, por añadidura, en América Latina, tenía que detenerse; había que parar a como diera lugar ese breve empoderamiento de masas, ese “escándalo de pobres” que bajo el mando agreste del comandante Chávez agrietó las bases de la derecha preneoliberal y que no tenía derecho a romper las reglas del determinismo neocolonial y de las modernizaciones destructivas del subcontinente.

Poco importa hoy que la narrativa de la derecha venezolana más vehemente no reclame para sí su propio pasado político: esos “ríos turbios y multitudinarios” de simpatizantes del chavismo estaban conectados directamente a una respuesta histórica ante los excesos y la corrupción gubernamentales del boompetrolero de los años setenta, los días aciagos y festivos del Caracazo y el primer exterminio policíaco de una derecha contemporánea encabezada por el inefable Carlos Andrés Pérez (1974-1979, 1989-1993); corrupción a gran escala, más de 250 muertos el 28 de febrero de 1989; los 250 millones de bolívares sacados del presupuesto del Ministerio de Relaciones Interiores que ayudarían a la entonces candidata a la presidencia de Nicaragua, Violeta Barrios de Chamorro, en 1992; la acción política de la corrupción en abierta alianza ideológica entre derechas nacionales.

Era necesario que el socialismo venezolano se pareciera al menos a un Estado benefactor que restituyera cierta credibilidad a los pactos redistributivos que el gobierno establecía con la sociedad: una poderosa “fantasía” política de ruptura, una semántica de la revolución actualizada que combinaría elecciones con decretos de expropiación, carisma popular con alianzas regionales, a tal punto que el nuevo socialismo bolivariano se transformaría en el eje de la política latinoamericana y en el principal referente de la misma izquierda subcontinental. Sin embargo, el chavismo pagó un alto precio por este gesto de absoluto desafío: se transformó en el dueño de los demonios ideológicos de este ciclo de gobiernosprogresistas en América Latina; durante más de diez años, América del Sur se definía en términos de pragmatismo político a partir de lo que se proponía en Caracas, mientras el chavismo se transformaba también en el chivo expiatorio de todas las derechas latinoamericanas que se cebarían en el nuevo asalto “democrático” hacia un segundo neoliberalismo.

Quizá a partir del chavismo y de su momento de actual debilidad se deba también interrogar sobre los alcances de los últimos gobiernos progresistas: ¿Hubo una auténtica ruptura con el neoliberalismo? ¿Es verdad que la “grieta” latinoamericana que se vislumbra obedece a una falta de radicalidad en las políticas sociales que se implementaron en la última década? ¿Son la corrupción y el personalismo carismático los “problemas” ideológicos que impiden la consolidación de largo plazo de las izquierdas en América Latina?

UNA ENCRUCIJADA LIBIDINAL CON INTERROGACIONES SIN MORALEJA

En lo que con cierta ironía se define como el “socialismo uruguayo”, por ejemplo, en el barrio Buceo, en Monte-video, se le puede preguntar a un taxista lo que piensa sobre los gobiernos del Frente Amplio –esto al comenzar su tercera presidencia– y es probable que responda: “Básicamente estoy de acuerdo, sólo que les da casa a muchos y a los que laburamos pues no.” Cuando se le preguntó al Pepe Mujica la razón por la cual no fue a fondo en la transformación de Uruguay cuando fue presidente, respondió: “¡Porque la gente quiere iPhones!” (“Las tensiones del poder”, Renaud Lambert, Le Monde Diplomatique, enero de 2016, edición Cono Sur). Desde afuera, Uruguay es uno de los refugios de los gobiernos progresistas de la última década: aceleración productiva con una tendencia social y económica redistributiva; un expresidente tupamaro (el Pepe) como símbolo mundial de la austeridad radical con la que debería actuar todo gobernante; un alto sentido del consumo que ilustra también el momento de capitalización que vive su clase media. Desde adentro, el desfalco a la Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland (ANCAP), el “inminente agotamiento” del ciclo frenteamplista y sus “contradicciones internas”; el posible ascenso de Luis Lacalle Pou como el “Macri uruguayo”, están en el mapa de adversidades al que se enfrentará en los próximos años el Frente Amplio.

¿Será cierto que el péndulo ideológico que mueve a la precaria economía capitalista latinoamericana va de gobiernos de izquierda que triunfan para renovar y ampliar las políticas y los derechos sociales y económicos que estabilizan a las clases medias, las cuales después van a votar por las derechas cuando el poder libidinal del mercado sea insuficiente para sus “aspiraciones de consumo”? ¿Es ideológica la corrupción en América Latina? ¿El neoliberalismo y el socialismo del siglo XXI comparten la misma jaula de hierro neocolonial, es decir, la precariedad histórica tanto de las economías nacionales como del mismo Estado nacional?