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Editorial: Delincuencia con base social

En el curso de un enfrentamiento en la delegación Tláhuac efectivos de la Secretaría de Marina-Armada de México dieron muerte ayer a ocho presuntos integrantes de un cártel de narcomenudistas que opera en el oriente del Valle de México. En la acción, de acuerdo con lo reportado por las autoridades, tres vehículos fueron incendiados y se realizaron bloqueos momentáneos en varias calles de la demarcación. Según la versión oficial, grupos de moto y bicitaxis han sido reclutados por la organización delictiva para vigilar la zona y distribuir la droga en ella.

El reclutamiento de sectores de la población por parte de grupos criminales, como queda de manifiesto en el relato oficial de lo ocurrido ayer en Tláhuac, dista de ser excepcional. Desde hace muchos años, los cárteles del norte del país han puesto a su servicio a grandes grupos de personas y en algunos casos –como ha quedado patente en Sinaloa– han contado con la simpatía de sectores de la población a los que previamente beneficiaron con prebendas y obras públicas. Esta clase de cooptación también ha tenido lugar en regiones de Michoacán, Guerrero y otras entidades.

El robo y la comercialización clandestina de combustibles es uno de los ramos delictivos en los que más claro resulta este fenómeno indeseable. Las redes de huachicoleros que se expandieron sin control en Puebla durante las administraciones federal y local pasadas dan cuenta del surgimiento de estructuras económicas regionales basadas en la infracción sistemática de la legalidad.

Justamente ayer, la Comisión de Seguridad Nacional del Congreso se reunió bajo fuertes medidas de protección y en estricto secreto con el titular de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong; el procurador general de la República, Raúl Cervantes; el director general de Pemex, José Antonio González; el comisionado de seguridad nacional, Renato Sales, y el director del Cisen, Eugenio Imaz Gispert, a fin de conocer las estrategias del gobierno federal para hacer frente a las redes del huachicol, actividad que causa a Pemex un daño patrimonial por cerca de 30 mil millones de pesos cada año.

A reserva de que se haga público el contenido de lo allí conversado, es claro que para hacer frente al poder creciente de la delincuencia organizada y su alarmante capacidad de reclutamiento no sólo de servidores públicos, sino de núcleos de población, se requiere un viraje radical en la estrategia de seguridad vigente, en sus rasgos básicos, desde la administración pasada. Es necesario, por ejemplo, empezar a considerar cuánto ha contribuido la política económica generadora de pobreza en el aprovisionamiento de personal para los grupos criminales y de qué manera el desempleo, el deterioro de las condiciones de vida y la desintegración social causada por las recetas neoliberales han convertido al narco al huachicol y a otras modalidades delictivas en fuentes de empleo para decenas o cientos de miles de personas.

De no tomarse en cuenta esas consideraciones, resultaría inevitable concluir que se debe lanzar la fuerza militar y policial contra un sector de la población, lo cual tendría consecuencias aun más trágicas que la estéril década de aplicación de la fuerza como componente central de la estrategia de seguridad.