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Amor, repetición y devenir: Heráclito y Kierkegaard

Pilar Torres Anguiano

Alguna vez, en uno de tantos viajes cotidianos en el metro de la Ciudad de México, viajaba yo con una niña pequeña que observaba con interés a la gente en el vagón. Cuando descendimos, noté que ella se despidió de los pasajeros. Caminábamos rumbo al transborde y Sofía saludaba a la gente que pasaba, mirando con detenimiento ese paisaje urbano, mientras formaba con sus manos el marco para una fotografía imaginaria. Al día siguiente, misma hora y mismo andén, repetía el proceso. Cuando le pregunté por qué lo hacía, respondió que intentaba guardarlo todo en su cabeza, porque mañana la gente ya no sería la misma. Nada como la inteligencia de un niño para intuir dos conceptos filosóficos fundamentales: repetición y devenir.

El Devenir es la categoría filosófica que expresa la variabilidad sustancial de las cosas y de los fenómenos; es decir, su ininterrumpida transformación en otra cosa. El representante clásico del tema del devenir es Heráclito (535-484 a. C.), quien resume su concepción de la realidad mediante la conocida expresión: Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río.

La de Soren Kierkegaard (1813-1855) es una filosofía del devenir, de la movilidad de todo lo real. Para este filósofo danés, el ser se dice de la tensión existente entre repetición y devenir; por ejemplo, el hijo repite los genes de sus padres, pero de esa repetición deviene siempre algo nuevo, nuevas diferencias, posibilidades inéditas. La anterior es sin duda una propuesta distinta a la de Platón, para quien la idea es el modelo mientras que las cosas de este mundo son simples copias del original. En el devenir no hay copias, no hay originales, todo fluye y se mueve.

La filosofía no es para Kierkegaard una pura actividad intelectual, puesto que su punto de partida no radica en la admiración, como enseñaban los griegos, sino en la desesperación. Así, para este atormentado personaje, temas como la angustia ante la nada, la melancolía, el deterioro o el sufrimiento, son materia prima para filosofar. Kierkegaard sostiene que la verdad es la subjetividad, porque el individuo es esencialmente limitado, contingente, y no puede alcanzar la verdad total, sino sólo acercarse a la verdad de su propia existencia a cuyo término no existe ninguna verdad racional u objetiva. En este trayecto de su propia existencia, el género humano pasaría, según la filosofía de Kierkegaard, por tres etapas: el estadio estético, el estadio ético, y el estadio religioso.

El estadio estético está representado por la figura de Don Juan, el personaje seductor que todos conocemos y que persigue una vida superflua, hedonista y sensual en la que no puede reconocer a los demás sino como objetos. El estadio ético, en cambio, ofrece una nueva posibilidad: la relación con los demás, el matrimonio, el trabajo y el estado de compromisos y cumplimientos que supone, pero, a decir verdad, la estabilidad en este estado es poco compatible con la naturaleza del ser como devenir. Así, la persona todavía tiene la posibilidad de un mayor conocimiento de sí misma en un plano superior: el estadio religioso, según el filósofo danés, ejemplificado en el sacrificio de Isaac por su padre Abraham, o de Job sometido por Dios a distintas calamidades; ambos personajes no entienden su situación, pero creen en algo que les trasciende. El que accede a ese estadio, da un salto al vacío y al mismo tiempo busca la repetición del caso de Abraham o Job, pero en su propio devenir.

Siguiendo con el danés: la volatilidad del ser, la permanencia del devenir, es un asunto paradójicamente crucial en el tema del amor. El enamorado, representado por don Juan, es adicto al devenir del enamoramiento, y repele lo estático del amor. Busca desesperadamente la posibilidad de volver a vivir lo mismo una y otra vez y termina decepcionándose al no poder lograrlo. Y es que el devenir no puede detenerse; un amor auténtico debería asumir la contingencia del otro, es decir, sus carencias, sus limitaciones y su gratuidad original; no pretendería ser una salvación, sino una relación entre dos seres libres.

El amor en el devenir es el único dichoso por la angustiosa fascinación del descubrimiento. El que no vive de recuerdos sino busca la repetición del gozo en nuevas experiencias. Lo peculiar del amor es la deliciosa seguridad del instante. La repetición es presencia, segura, constante, incansable, fuente de placer y felicidad.

Para Kierkegaard la presencia del devenir humano ha sido pensada por casi todas las filosofías, como uno de los ejes más inquietantes de la naturaleza humana: mejor que el recuerdo, el devenir permite vivir la temporalidad. De este modo dirá: …el que no ha comprendido que la vida es movimiento y que en ésta estriba la belleza de la misma vida, es un pobre hombre que ya se ha juzgado a sí mismo y que no merece otra cosa mejor que morirse en el acto, sin necesidad de aguardar a que las parcas corten el hilo de sus días. Así es la realidad y la necesidad de la existencia.

En ese sentido, nada más cierto que aquella afirmación de Simone de Beauvoir de que no se nace mujer, se deviene. Así, un amor auténtico –sigue la filósofa francesa– debería asumir la contingencia del otro, es decir, sus carencias, sus limitaciones y su gratuidad original; no pretendería ser salvación ni perfección, sino una relación interhumana.

El devenir está relacionado con una concepción del mundo en cuya base se encuentra la idea de que cualquier cosa, cualquier fenómeno, constituye una unidad de contrarios, del ser y el no ser. Somos –o, mejor dicho– estamos siendo el resultado de lo que fuimos: ya sea de los lugares que visitamos, de los sabores que probamos, de las fotografías que tomamos o bien, de las personas que conocimos… como los pasajeros del metro.

A este propósito escribe el entrañable Mario Benedetti, en sus Variaciones sobre un tema de Heráclito:

No sólo el río es irrepetible
tampoco se repiten
la lluvia el fuego el viento
las dunas del crepúsculo
no sólo el río
sugirió el fulano
por lo pronto
nadie puede
mengana
contemplarse dos veces
en tus ojos.

 

@vasconceliana