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Cómo gobernar congresos: historia

Federico Anaya Gallardo

Una vieja conseja atribuye al General Cárdenas haber dicho que “si quieres resolver un problema, firma un decreto; si no quieres resolverlo, forma una comisión”. Desconozco qué tan exacta sea la atribución, pero el dicho muestra una pizca dura de sabiduría popular: debatir en colectivo es mucho más complicado que tomar decisiones individuales. Y esta sabiduría está muy extendida. Nosotros contamos la conseja supuestamente cardenista; los estadunidenses recuerdan lo difícil que fue para Lincoln convencer a su gabinete y al Congreso de abolir la esclavitud en 1865. (Lo relató la historiadora Doris Kearns Goodwin en 2005 en su libro Team of Rivals y lo llevó a la pantalla Spielberg en su Lincoln de 2012.)

Pero esta pizca de sabiduría es peligrosa. En la moderna saga de Guerra de las Galaxias de George Lucas vemos cómo el mejor entre los jedis desespera de las interminables discusiones en el Senado y decide apoyar a un tirano… prolongando guerras y conflictos por tres generaciones. Pero no vivimos en una ficción-novela. En la realidad histórica, en el México de fines del siglo XIX, nosotras sufrimos esa tragedia: los mejores entre los liberales radicales, desesperados de las interminables disputas, encumbraron a Díaz y aceptaron la consigna de poca política y mucha administración. Déjame contarte, lectora.

Bajo la Carta Magna de 1857, las reglas constitucionales ordenaban un Congreso federal unicameral (sólo había cámara de diputados) que, por lo mismo, controlaba tanto el presupuesto (que hoy toca a la cámara baja) como la política exterior (que hoy toca a la cámara alta). Entre 1824 y 1857 México había tenido Senado –esa segunda instancia legislativa que controla a los diputados tan propensos a los sentimientos populares. La Presidencia podía (y aún puede) jugar una cámara contra la otra y superar –cuando así fuera necesario– las interminables discusiones colectivas. La supremacía del Congreso unicameral fue una de las excusas del golpe de Estado de Comonfort que desató el conflicto más sangriento de nuestro siglo XIX, que hoy recordamos como Guerra de Tres Años o Guerra de Reforma. (William Fowler, Crítica, 2020). En los diez años de lucha que siguieron (los conservadores vencidos llamaron al emperador extranjero y prolongaron el conflicto seis años más) el Congreso unicameral no fue problema porque los diputados, impelidos por la emergencia, concedieron a la Presidencia facultades extraordinarias para salvar la República.

Pero restaurada la República en 1867 volvió la pesadilla de un Congreso unicameral. Sólo la poderosa legitimidad de Juárez compensaba los poderes constitucionales de la Legislatura. Luego de la muerte del Benemérito, todas las facciones reconocieron la necesidad de poner una brida a la cámara popular y, en 1874, reestablecieron el Senado. Sin embargo, durante las siguientes cuatro décadas, el fantasma de la hegemonía legislativa persiguió a todos los titulares de la Presidencia. Manuel González (1880-1884) estuvo a punto de ser depuesto en medio de un escándalo financiero. Francisco I. Madero (1911-1913) debió enfrentarse constantemente con un bloque opositor en las cámaras. Victoriano Huerta (1913-1914) terminó disolviendo el Congreso. La historia de cómo pudo Porfirio Díaz controlar la Legislatura es compleja: un mal resumen habla de pactos con los poderes regionales que le permitían controlar las elecciones legislativas desde los estados, pactos financieros que callaban a cualquier gallo que “quisiera máiz” y la eliminación violenta de los irreductibles.

¿Cómo se controlaba día a día lo anterior? Una parte de la maquinaria pasaba por el congreso federal –cuya organización interna ayudó al dictador. Resulta que en el Constituyente de 1856-1857, tanto los moderados como los puros desconfiaban de sus compañeros. Si acordaron una Cámara de Diputados super-poderosa, no iban a permitir que el otro partido la controlase. Por lo mismo, establecieron dos centros de poder dentro de la asamblea.

El primer órgano de gobierno legislativo es lo que hoy llamamos “mesa directiva” de la asamblea, estaba formada por un presidente, un vicepresidente y cuatro secretarios. Pero se elegían cada mes durante el periodo de sesiones y estaba prohibido que sus miembros se reeligiesen durante la misma legislatura (artículos 16 y 24 del Reglamento para el Gobierno Interior del Congreso de la Unión de Diciembre de 1857, en la Liga 1). Y apenas dejaban los puestos, debían reintegrarse a trabajar en la comisión que se les había asignado al inicio de la Legislatura.

La asignación a comisiones correspondía al segundo órgano de gobierno camaral. Se llamaba Gran Comisión y reconocía que el congreso gobernaba sobre una Federación de 25 entidades. (Baja California era un solo territorio, el Distrito Federal se mencionaba como Valle de México, Yucatán comprendía toda su península, Hidalgo aún era parte de Edomex y Nuevo León se había anexado Coahuila.) Cada integrante de la Federación enviaba a sus diputados a formar la legislatura federal. Cada diputación o delegación estadual nombraba un representante común. (Si, como Colima, la delegación sólo tenía dos diputados, se echaban suertes.) La Gran Comisión formaba las comisiones permanentes del Congreso y elegía –de entre sus miembros– a los presidentes de cada una de ellas. Todo diputado debía estar en una comisión y trabajar en ella –salvo cuando fuesen electos miembros de la mesa directiva mensual. Paradójicamente la Gran Comisión no tenía presidencia ni vicepresidencia. El arreglo de comisiones que aprobaba al principio debía durar los dos años de la Legislatura. (Artículos 31 a 34 del Reglamento de 1857.)

Con una mesa directiva que cambiaba cada mes y una Gran Comisión sin cabeza que repartía comisiones una vez cada dos años, los liberales se aseguraron que el verdadero poder quedase en el Pleno de la Asamblea. Una buena fórmula, que combinada con un presidente muy poderoso (Juárez después de la victoria sobre el Imperio, Díaz después de 1884) equilibraba el gobierno federal.

Este mismo esquema se mantuvo en el siguiente Reglamento del Congreso, aprobado ya en el Porfiriato, en 1897, con un congreso bicameral. Las dos cámaras se gobernaban con los dos órganos que ya he mencionado (Mesa Directiva y Gran Comisión) pero el porfirismo introdujo cambios sutiles. Por ejemplo, abrió la posibilidad de que presidente y vicepresidente de las mesas directivas se quedasen durante medio año, pues ordenaba que “durarán en ellas hasta que se haga nueva elección o termine el periodo”. Los secretarios, en cambio, pasaron a ser cargos anuales (dos periodos semestrales). (Artículos 16 y 25 del Reglamento de 1897.) Por su parte, las dos grandes comisiones obtuvieron el derecho de nombrar cada una un presidente y un vicepresidente (artículo 73 del Reglamento de 1897).

Con una Gran Comisión permanente en cada Cámara, los porfiristas dieron a estas instancias el poder de nombrar a los legisladores encargados de los juicios políticos (ambas cámaras) y de procedencia (diputados). Legislador que no se alinease, podía ser impugnado constitucionalmente. La Gran Comisión facilitaba las negociaciones del presidente-dictador con las dos cámaras del Congreso, pues las delegaciones de diputados y senadores representaban los intereses de los gobernadores que tendían a convertirse en caciques en sus estados. El presidente y el gobernador negociaban la composición de las delegaciones cada dos años. Eventualmente, se fue cerrando el círculo de los incluidos en el pacto. (Atención: no existían partidos políticos como los conocemos hoy.)

Pese a la Revolución el arreglo camaral que te cuento, lectora, permaneció intacto. Las cámaras siguieron usando el reglamento porfirista de 1897 hasta 1934, pero el nuevo reglamento expedido entonces conservó el mismo sistema de gobierno legislativo. La Gran Comisión de cada cámara era una caja de resonancia de los gobernadores. El nuevo sistema de partidos reforzó lo anterior –demostrando que la política podía ir más allá de los figurones individuales y los arreglos de élite. Por ejemplo, los partidos socialistas del Sureste (que controlaban Campeche, Yucatán y Quintana Roo) pactaban fácilmente con su hermano en Tamaulipas y organizaciones análogas en Tabasco y Veracruz. Los agraristas y cooperativistas formaron partidos estaduales o coaliciones de ocasión entre quienes ganaban el control de varios estados. En 1929 todos esos partidos (y gobernadores) crearon un gran partido oficial a nivel nacional. (El cuento tradicional es que lo hizo sólo mi general Calles, pero es un cuento: el mando post-revolucionario era un colectivo caótico que deseaba restablecer algún tipo de orden.) Eventualmente, las coaliciones ideológicas entre partidos regionales derivaron en “sectores” del partido hegemónico (campesinos, obreros, licenciados-burócratas). De este modo, lectora, el presidente y los gobernadores tenían dos espacios para repartirse el poder y ordenar a República: el PRI y las Grandes Comisiones de ambas cámaras.

La transición a la democracia dio a traste con este viejo arreglo federalista. El primer anuncio de esto se dio en 1979. Ese año se expidió la primera Ley Orgánica del Congreso de la Unión y en ella se estipuló que la Gran Comisión se organizaría sólo con los diputados del partido mayoritario (artículo 46). La oposición era tan minoritaria que no pudo oponerse a esto. Pero el PRI reconoció que el primer principio organizador de la Gran Comisión no eran las delegaciones estaduales (como había sido desde 1857), sino la afiliación partidista.

Hoy recordamos 1997 como el año en que el PRI perdió el control de la Cámara de Diputados. Pero olvidamos los detalles. Me interesa subrayar uno. En 1997 el PRI controlaba la mayoría de las gubernaturas (29 de 32). El PAN sólo tenía Guanajuato, Baja California y Chihuahua –y esta última la perdería ante el PRI un año más tarde. El PRD ganó ese mismo año la Ciudad de México y después vencería en Zacatecas (1998) y Baja California Sur (1999).

En 1997 el PRI sólo ganó en 165 distritos, poco más de la mitad (55%). Es decir: en la mitad de territorio, el gobernador priísta ya no controlaba a toda la delegación de diputados de su entidad. Si las delegaciones estaban divididas, ¿cómo se organizarían para formar la Gran Comisión? ¿Qué pasaría si en un estado la mayoría de los diputados provenían de un partido de oposición al PRI? Esto llevó a la desaparición de la Gran Comisión y su substitución por la Junta de Coordinación Política (Jucopo) formada sólo por el principio partidista.

Si te he cansado con esta descripción del gobierno parlamentario en México, lectora, es porque, aunque sea verdad que un decreto del poder ejecutivo es eficaz y rápido; las decisiones consensadas colectivamente duran mucho más –incluso como cuando se toman sin escándalo ni publicidad seria. (Más allá de una minoría académica, pocas personas conocen la evolución de nuestras legislaturas.) Importa saber cómo están organizadas nuestras cámaras… pues en ellas recaen –pese al poder de la Presidencia y el brillo de los liderazgos individuales– las decisiones finales en nuestra República. (Recordar: hasta ahora, los liberales hemos ganado todas las guerras civiles… y por eso el Congreso importa.)

agallardof@hotmail.com

Liga usada en este texto:

Liga 1:
http://biblioteca.diputados.gob.mx/janium/bv/dp/lx/reglam_cong.pdf