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Jorge Aguilar Mora: un buen hombre

Federico Anaya Gallardo

Como debe ser con un gran autor, a Jorge Aguilar Mora lo conocí por un libro: Una muerte sencilla, justa, eterna: Cultura y guerra durante la revolución mexicana, publicado por Era en 1990. Mi ejemplar me lo regalaron compañeras y compañeros del Instituto de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM) cuando viajé a la Universidad de Georgetown para estudiar ciencia política. Escogieron el texto porque una parte de él trataba de una extraña y olvidada revuelta de mexicanos al otro lado de la frontera norte, en San Diego, Texas. Habíamos tropezado con el tema justo antes de que yo saliera del país, en aquel verano de 1991.

Yo salí a estudiar al extranjero por todas las malas razones. Hice las applications sólo por no dejar. Las y los compañeros de la Fac de Derecho de la UNAM de mi generación asumían el posgrado como un must-be. Aunque me interesaba la comparación de sistemas políticos, más bien aborrecía el modo en que el mío propio estaba evolucionando. Era 1991. La oleada de renovación popular del neo-cardenismo se había apagado; Solidaridad había conquistado los espacios de las nuevas organizaciones campesinas; Salinas dirigía sin oposición la implantación del neoliberalismo. Más que con un proyecto llegué a las riveras del Potomac a estudiar un doctorado por simple serendipia. Y en la maleta, Una muerte sencilla, justa, eterna.

Abogado, yo no sabía nada del autor. Él había estudiado Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía de la UNAM en los 1960 y había sido representante de El Colegio de México, adonde estudiaba el doctorado, en el Comité Nacional de Huelga en 1968. Detenido y perseguido, salió al exilio. En aquel 1991 Jorge ya había publicado el libro que más fama le trajo (La divina pareja: Historia y mito en Octavio Paz, 1978) y que yo no conocía –no en balde era exalumno de Burgoa y otras bestias neo-medievales como él. Así que yo leí a Jorge como se debe. Leyendo a un desconocido que se va develando ante tí en cada página.

Serendipias y carambolas. Yo acababa de aterrizar en una sociedad ajena y que me parecía fría –pero adonde había bibliotecas maravillosas. Jorge iniciaba su relato explicando que él había pensado escribir una Historia de los trece césares mexicanos (de Obregón a López Portillo), para emular al Suetonio de “ya hablamos del hombre, ahora hablemos del monstruo”. A mí, con mis 26 años, la amargura del fraude de 1988 y el anticlímax del Congreso de la UNAM de 1990, los regímenes De la Madrid y Salinas me parecían más propicios. Pero leyendo, leyendo… Jorge me llevó de ese primer proyecto a su primera consulta de un archivo histórico, en 1981, en Chimalistac… a una casa que decían que fue de Gamboa pero no podía haberlo sido (Centro de Estudios de Historia de México). Allí, contaba Jorge, él sintió algo que “los historiadores sienten probablemente todos los días: una emoción muy primitiva de sorprender a mis abuelos en su juventud, jóvenes como nunca los conocí, en un momento de estupenda intimidad que nunca me dejaron ni imaginar”. Carambola y serendipia: mi abuelo Emigdio acababa de morir en Torreón en 1985 y yo estaba descubriendo, apenas, su cardenismo.

Una muerte sencilla, justa y eterna efectivamente trata de la Rebelión de San Diego, Texas. Pero su tema era más grande y más complejo. Jorge Aguilar Mora me estaba contando cómo su ilusión original de ser el Suetonio mexicano lo había llevado a descubrir que en el devenir histórico lo más relevante no son los emperadores sino la multitud de otras personas cuyo recuerdo parecía haberse perdido. Nombres convertidos en polvo. Yo añoraba a mi abuelo Emigdio, pero Jorge no había conocido al padre de su padre. Cuando le preguntó “¿Cómo murió?”, el señor Aguilar sólo dijo: “En la Revolución … uno de tantos que nunca volvieron”. Buscando a sus abuelos Jorge me iba contando de la Revolución que hicieron desde abajo millones de mujeres y hombres que un día descubrieron que de lo único que tenían control era de su muerte… la multitud de fusilados anónimos.

Una muerte sencilla, justa y eterna es una historia villista. Terminando el primer cuarto del libro, Jorge me contaba de la mañana helada del 19 de diciembre de 1915 en la ciudad de Chihuahua: “Terminaba la revolución, pero no la guerra; la misma guerra de siempre, de toda la vida, de muchas vidas”. Me hizo estar allí, en medio de la plaza al lado de un Rafael F. Muñoz adolescente y de un veterano Ignacio Muñoz, escuchando a Villa cuando dijo: “Quisiera de buena gana que este fuera el final de la lucha, que se acabaran los partidos políticos y que todos quedáramos hermanos, pero como por desgracia será imposible, me aguardo para cuando se convenzan ustedes de que es preciso continuar el esfuerzo, y entonces… nos volveremos a juntar”. Ese fue el momento en que se disolvió la División del Norte. Jorge me había llevado allí.

¡Diciembre del 15! ¡Apenas y cinco años de lucha! Aparición fantasmagórica de esos millones de almas que forman realmente eso que llamamos Patria, Nación, Pueblo, Humanidad. Yo, en los bosquecillos fríos del Distrito de Columbia, podía relacionarme con esos dos Muñozes en la plaza de Chihuahua –más allá de los 76 años que nos separaban. El “entonces… ya nos volveremos a juntar” me recordaba el recuerdo relámpago que había quedado en la memoria infantil de mi abuelo Emigdio cuando Villa pasó por San Pedro Las Colonias en los días de la guerra contra Obregón: “ya nos volveremos a juntar”. Nomás que nos convenzan que es preciso continuar el esfuerzo. Extraña forma de encontrar la esperanza en el momento en que la tierra y el corazón están más fríos.

Terminé mi primera lectura de Una muerte sencilla, justa y eterna ensimismado y entusiasmado. Virtud del tiempo en que aún no había correos electrónicos, bajé a mi sótano en la casita de Glover Park que rentaba con una japonesa y dos estadunidenses. Me senté en mi escritorito de Ikea y escribí una entusiasta carta de agradecimiento a la editorial Era. Unos días más tarde la deposité en el buzón de la esquina y continué con las más bien áridas lecturas del programa de “Government” de Georgetown. Aquel invierno de 1991 visité México y retorné a Washington DC por tren. Tres impresionantes días en los que ví yo mismo los paisajes que los villistas de Jorge habían visto. Pasaron las semanas. Empezaba a subir la temperatura. Una mañana me llegó una carta de Maryland –el Estado norteño que aportó la mitad del territorio para el DF estadunidense.

La firmaba Jorge Aguilar Mora. Resulta que él vivía allí, en el municipio de Bethesda, desde hacía muchos años. La editorial Era le había mandado mi carta. Me agradecía los comentarios a su libro. (¿Quién dijo que no debíamos confiar en los correos?) Allí encontré sus datos de contacto. En un telefonazo quedamos de acuerdo en vernos en un restorán más bien fresa de la calle M, cerca de la Wisconsin.

Justo antes de llegar a la cita, pasé a Georgetown Tobacco a comprar un puro y a recoger una vieja pluma fuente Sheaffer de mi abuelo que había dejado para reparación. La fábrica reportaba que la habían dejado funcional, pero que volvería a fallar. Que nada más podía hacerse por la edad del modelo. Pero me enviaban, como cortesía a un usuario fiel, el equivalente moderno de mi pluma –esperando que también disfrutara escribiendo con ella. Esta fue la primera cosa que le platiqué a Jorge cuando nos conocimos. No sé si le haya parecido extraño o aburrido. Él recibió mi cuento con una sonrisa cálida y empezamos la primera de muchas conversaciones.

En los años que siguieron a ese invierno de 1991-1992, Jorge Aguilar Mora me ayudó a soportar mejor lo que yo sentía como un exilio. Él me fue contando –poco a poco, sin poses– qué era en verdad ser un exiliado. Cuando conocí a su mujer, Evelyn, aprendí también lo que es luchar con alegría y dignidad por una causa que parece condenada. Me invitó a eventos en la Universidad de Maryland, adonde enseñaba. De un seminario sobre los 500 años del “descubrimiento” de América recuerdo su dura insistencia en el fracaso histórico de las élites criollas de América Latina en formar Estados-Nación propios. Yo, con mi Filosofía de la Liberación de Dussel al lado, relacionaba esa incapacidad con la ceguera de esas élites a ver al Otro indígena, campesino, proletario, mujer, joven.

En 1999 –terminados los estudios de doctorado y luego de una estancia en el Chiapas neozapatista– regresé a la orillas del Potomac y pasé una semana en su casa. Conocí a su hijo Diego y disfruté de la compañía de un Jorge y a una Evelyn especialmente felices. En esa ocasión Jorge me dejó otra curiosidad sembrada. Me contó de un ecuatoriano llamado Rocafuerte, quien fue parte de la independencia de México (republicano y anti-Iturbide) y que era parte de una rica sociedad intelectual trasatlántica que comprendía las dos Américas: septentrional y meridional. El narrador de sus libros Sueños de la razón. Umbrales del siglo XIX: 1799 y 1800 (2015) y Fantasmas de la luz y el caos: 1801 y 1802 (2018) me parece, es un contemporáneo de ese Rocafuerte que lidiaba contra emperadores fatuos e imaginaba repúblicas.

Me quedé con las ganas de preguntarle si esto es correcto. Mis datos de contacto ya no estaban actualizados. Y en la era de la comunicación instantánea, no se dio el milagro de un encuentro como el de dos décadas antes.

2023-2024. Otra vez, un invierno frío. El sábado pasado, 6 de enero, volteo página en La Jornada de En medio y en la página 5A me encuentro el titular “Murió el escritor y poeta Jorge Aguilar Mora a los 77 años”. El frío de afuera se funde con el frío de adentro. Uno siempre va dejando para después las cosas importantes. Y el polvo va cubriendo nuestros nombres.

Aunque retrasados, queden aquí mis recuerdos y mi agradecimiento a un buen hombre: Jorge Aguilar Mora.

agallardof@hotmail.com