Sueño de grandeza
14 enero, 2018
Ya es posible una ley general para proteger periodistas
15 enero, 2018

Mirada de bosque

Luis Ricardo Guerrero Romero

Cuando Nolwenn Mahé nos invitó a conocer Bretaña nos había parecido una excentricidad de su parte (nadie sospechaba su plan), ni Viridiana, ni Guadalupe y menos yo, teníamos siquiera el pasaporte, ella lo sabía, así que esas invitaciones están de más o quizá son poco pensadas. Las tres le dijimos que por favor no estuviera chingando con sus ideas, suficiente era el solapar su relación sexo-genital con el profesor de solfeo, el muy honrado coordinador Enrique Freeman. Que por cierto resultaba a la hora de clases un sujeto bastante raro: tartamudo, abúlico, soso y vacuo. Pero, en fin, la simpática Mahé tenía sus razones para revolcarse con ese parásito que sólo vive de sus “buenas relaciones” con el alto mando de la universidad. Hace poco gracias a su palabra y falta de apoyo, un administrador del departamento de canto fue prescindido de su trabajo, según el acéfalo coordinador cantante, por falta de carácter, pero las cuatro creemos que en el planeta él es el menos indicado para hablar de carácter. Así es la amistad entre amigas, hay cosas que entre nosotras aceptamos y otras más que no compartimos. Lo último fue que luego de lograr arreglar los documentos para salir a conocer Bretaña un invitado más nos acompañó: el solfista —entre nosotras le denominábamos el golfista—. Ya en aquel país justamente en el bosque encantado de Paimpont, ocurrió lo impensable cuando oscurecía y los cinco musitábamos canciones. Viry lanzó la primera pregunta: —¿Enrique, y nunca te has dado cuenta del secreto de Mahé? Lupita se sonrojó y entre una risa nerviosa le comentó al pusilánime profesor: —a nosotras también nos engañó por un buen tiempo, así que no te preocupes. El rostro típico de incauto en Enrique se agudizaba más. Pregunta tras pregunta desequilibraba el exiguo temple del cantor. Las preguntas no cesaron hasta que Nolwenn se paró frente a nosotros, en sus ojos sólo se podía reflejar todo aquel bosque, pero con un tétrico matiz. Sonriendo se dirigía hacia aquel hombre que en su tiempo intentó dar clases, aunque sin triunfo. Lo besó por última vez y al oído le confesó su secreto. Él quedó taciturno y nosotras continuamos el camino en el bosque. Fue la última vez que lo vimos y hoy en día Viry, Guadalupe, Nolwenn y yo, aún creemos que su enclenque mente se posa ante el capricho de haber creído que era nuestro profesor preferido.

Hemos escuchado distintas historias que acontecen en un bosque, pero la historia que retumbó en el oído del maestro de solfeo es como pocas. El secreto que le fue revelado aún palpita en su diminuta materia gris, y las cuatro mujeres que se burlaron de él, apenas comienzan su juego. Es lo malo de que todo haya sucedido en un bosque, quizá si esto le hubiese pasado en otro lugar tendría mejor suerte, pero bien sabemos: verba volant, scripta manent. Lo que también bien sabemos es que simbólicamente un bosque alude a una inmensidad que nos sobrepasa, muchas veces a un contexto en el cual nos sentimos extraviados, aunque debería ser lo desconocido, pues ya desde su origen la palabra bosque es entendida como apacentar, o bien espacio donde se trata con ganados y bestias, de la voz helénica: βοσχηματα (bosquemata> bosque). De suerte que no es un falso cognado del lenguaje, debido a que los helénicos asumían que en los terrenos boscosos era donde se albergaban las peores bestias (fruto de la metonimia), tal como es posible entender simbólicamente. En un bosque te puedes encontrar con la bestia que llevas dentro y que necesitas apacentar para sortear el camino. Hay otras posiciones que señalan que la palabra bosque es herencia germánica de la voz busch, aunque no se explica cómo aparece en el lenguaje actual.