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Soñar en tiempos de la sociedad de consumo

María del Pilar Torres Anguiano

Alguna vez asistí a un congreso de negocios, de esos a los que a veces lo mandan a uno por el trabajo. Ya saben: hotel de lujo, café y galletas, canapé y refrescos, aire acondicionado y wifi, gafete y carpeta de piel. Uno de los conferencistas pide al auditorio que levante la mano todo aquel que confíe en que algún día la ciencia avanzaría lo suficiente como para encontrar la cura del sida. Una gran mayoría levantó la mano. Después, repitió el mismo proceso con otras opciones: viajar en el tiempo, visitar otros planetas, teletransportación, ADN sintético, trasplantes de cerebro, nano implantes diversos, sustancias que logren la juventud eterna, medicamentos que incrementen la capacidad cerebral, clonación de órganos humanos.

Como se habrán dado cuenta, buena parte de las propuestas eran ya posibles, al menos en fase experimental. La dinámica servía para demostrar la premisa del ponente: tenemos una mentalidad moderna en la que se confía plenamente en nuestras capacidades para ganarle poco a poco terreno a lo desconocido, pero de nada sirve si aquellos descubrimientos no se difunden e industrializan. Desde luego, no le faltaba razón. De poco sirve una gran idea si no se hace rentable.

Así se mueve el mundo. Tan es así, que prácticamente ya no es necesario que el mercado se adapte a las necesidades del consumidor: ahora sucede lo contrario. Hoy podemos comprarlo todo, o al menos tenemos la idea de que podemos hacerlo: lugares preferenciales en la fila del banco, playas privadas, pases para no hacer fila en Six Flags, ventas de boletos vip, nanas para perros, terapias reiki para mascotas, plantas ornamentales para cada tipo de espacios y una lista interminable de cosas (unas más absurdas que otras).

En la opinión del filósofo norteamericano Michael Sandel, recientemente acreedor al premio Princesa de Asturias a las Ciencias Sociales, la humanidad ha asistido casi sin darse cuenta a una revolución silenciosa: el mundo ha pasado de ser una economía de mercado, a ser una sociedad de mercado.

La diferencia es sutil y profunda. Mientras que la economía de mercado es una herramienta valiosa para organizar la actividad productiva, lo que Sandel llama sociedad de mercado, es una forma de vida en la que todo está a la venta. Una sociedad en la que el pensamiento y los valores mercantilistas permean todos los aspectos de la vida humana.

Evidentemente, la primera consecuencia de esta mercantilización de la sociedad es la desigualdad que conlleva. Lo de menos es el consumismo porque si lo único que determinara el dinero fueran mansiones y autos de lujo, joyas y accesorios costosos, entonces la desigualdad realmente no le importaría a nadie. Aunque suene trillado y hasta cursi, son sólo cosas. Pero cuando la desigualdad implica el acceso a la cultura, al arte, a la educación, a servicios de salud decentes, o a conseguir el derecho de aspirar a un lugar en la política… entonces todo cambia. Todos sabemos que la diferencia real entre Marichuy y la señora Calderón o el Bronco no consistía precisamente en el número de firmas.

Desde aquel momento imperceptible en el que el poder adquisitivo empezó a determinar y controlar el acceso a aspectos esenciales de vida digna, la inequidad se volvió inhumana y dolorosa; no solamente para los chairos resentidos sociales, sino para cualquier persona que tenga conciencia.

Otra consecuencia de la sociedad de mercado es que la creencia de que todo se puede comprar, además de a la desigualdad, conduce a una alteración de la vida social y a la pérdida del significado real de muchos de sus procesos. Cuando se desplazan actitudes y valores mercantiles a la vida real, se nos condiciona a tal grado que distorsionamos el significado de las cosas.

Por ejemplo, cuando la Secretaría de Educación Pública implementó el sistema de carrera magisterial en el que los profesores adquirían puntos por acreditar distintos programas de capacitación, lo cual les permitía acceder a un incentivo económico. La idea no era mala y seguramente las intenciones tampoco. Pero en la realidad terminó por convertirse en un proceso burocrático que distorsionó la esencia de la formación continua. Los maestros terminaron inscribiéndose a cualquier cantidad de cursos, no por aprender, sino por la posibilidad de ganar más dinero. ¿Quién puede culparlos? Así, el dinero desplaza la verdadera finalidad de las cosas. Más aún, cuando se aplican esas medidas en una sociedad desigual como la nuestra.

El mecanismo mercantilista muestra la lección equivocada. Lo mismo pasa con el populismo, una especie de faceta tercermundista de la sociedad de mercado que no tendría sentido si no existiera el verdadero enemigo: la desigualdad.

De una u otra manera, todos hemos visto cómo entre más cosas puede comprar el dinero, más importancia cobra su escasez o abundancia para la calidad de vida de las personas. El enemigo tampoco es la economía de mercado, cuyas ventajas son innegables hasta para el mayor de los comunistas. La solución no es dejar de comprar, pues el solo planteamiento equivale a forzar un proceso cultural tan antiguo como la sociedad misma (buena suerte al que quiera intentarlo). Pensémosla como una virtud socrática, que consiste en el justo medio entre el exceso y el defecto. Para mantener ese equilibrio, dice Sandler, es imprescindible lograr que la sociedad aprenda a debatir, a dialogar, a escucharse.

Así como los filósofos constantemente replantean la pregunta que interroga por el sentido de las cosas, vale la pena cuestionarnos cuál debería ser el rol del dinero y el mercado en nuestra sociedad.  La vorágine mundial nos ha mostrado que se están buscando soluciones empresariales a grandes problemas y que la lógica de la empresa se está volviendo un paradigma de organización social. El dinero no puede comprarlo todo, aunque cada vez sea más difícil sostener esta frase.

Si hoy me hicieran la misma pregunta de aquella conferencia, pienso que la verdadera cuestión no es si todas esas cosas podrá hacerlas posibles la humanidad, sino si algún día seremos capaces de hacerlas accesibles para todos. Ese es el verdadero sueño.

@vasconceliana