Federico Anaya Gallardo
Disculpa, querida lectora, el academicismo… pero creo que algo ayuda para entender fenómenos que vive hoy en día nuestra República –y que son tan sólo un capítulo más del ya largo devenir de la política humana. (No tengamos miedo a poner, en la misma liga de complejidad, ambición y astucia política a nuestro Plutarco Elías Calles, al británico Enrique VIII Tudor y al heleno Alcibíades… por ni hablar de los pueblos que les acompañaron.) En mi artículo anterior me extendí mostrándote cómo retrató el historiador Tucídides la hegemonía de su ciudad-Estado, Atenas. Retomemos el hilo allí.
En el año 404aC la Guerra del Peloponeso terminó con la derrota total de los atenienses. El generalísimo (στρατηγός, stratigós, estratego) espartano se llamaba Lisandro (Λύσανδρος, m.396aC). El espartano entró en la ciudad e impuso un gobierno oligárquico bajo el mando de 30 “tiranos” (así les llamó la población general). Pasaron a la Historia como Los Treinta (οἱ Τριάκοντα, hoi Triakonta). Los Trescientos oligarcas que, desde hace décadas, dicen que ellos son los dueños de México –y que sueñan restaurar su dominio egoísta con Salinas Pliego– serían Οἱ Τριακόσιοι, hoi Triakosioi… Los populares debemos estar atentos para resistir y vencer.
Pero regresemos a la antigua Atenas. Lisandro también ordenó derruir las murallas largas que protegían la ciudad tierra adentro junto con su puerto (El Pireo) y destruyó la flota de guerra ateniense. Sin embargo, los espartanos NO mataron a todos los varones, ni vendieron como esclavos a mujeres y niños –como los soberbios atenienses habían hecho en Melos en 416aC. Esto, pese a que sus aliados principales (Corinto y Tebas) se lo exigieron. Esto reporta el ateniense Jenofonte (Ξενοφών, 431aC-354aC) en Helénicas (360aC) Libro 2, Capítulo 2, párrafo 19 (2.2.19). Incluso, sabemos que algunas ciudades que habían sido aliadas de Atenas también pidieron su arrasamiento porque la consideraban una ciudad tirana. Esto reporta el ateniense Isócrates (Ἰσοκράτης, 436aC-338aC) en Sobre la Paz (356aC) párrafos 78 a 105. Estas citas las puedes revisar y de hecho, puedes vagar por las obras de Jenofonte e Isócrates (y muchos otros autores, grecorromanos y musulmanes) en traducción al inglés en la Perseus Digital Library (Liga 1).
¿Por qué incluso los aliados de Atenas pedían su destrucción en 404aC.? Isócrates explica que las cosas no fueron siempre así. Este autor nos dice que la Atenas del inicio de la Guerra del Peloponeso era gobernada por un “pueblo que … era considerado digno de premio [por] los peligros corridos defendiendo Grecia [Ἑλλάδος], e inspiraba tal confianza que la mayoría de las ciudades se entregaban a él de buen grado” (Sobre la Paz, §§75-76). Puedes consultar una edición griego-castellana de este ensayo preparada por Juan Manuel Guzmán Harmida en la Liga 2 y comparar la traducción con la inglesa en la Perseus, ubicando cada párrafo (§). Isócrates nos explica que pese a la admiración que sus gestas a favor de la Hélade contra los persas le habían ganado en el pasado, al final de la larga guerra Atenas había levantado “tanto odio [μῖσος, misos] que la ciudad hubiera sido esclavizada” si los espartanos de Lisandro no la perdonan (Sobre la Paz, §78).
Isócrates culpa de la mala metamorfosis a la δύναμις (dynamis) que se traduce como fortaleza, fuerza, poder o… imperio o imperialismo. El imperio ensoberbece, sugiere Isócrates y afecta por igual a todas las ciudades que alcancen la hegemonía. En el mismo discurso Sobre la Paz afirma que “el imperialismo nos destruyó no sólo a nosotros, sino también a la ciudad de los lacedemonios [Esparta]” (Sobre la Paz, §§94-95). El imperio se volvió hubris y el odio general su némesis.
Pese a hubris y némesis, la posteridad preservó la leyenda ateniense. Sócrates, Platón e Isócrates estaban vivos en los días del desastre de su ciudad; pero Aristóteles y Demóstenes nacieron tres décadas después y su fama fue reconocida por todos los griegos. La ciudad derrotada siguió siendo el centro de la cultura griega. Podríamos decir que luego de una debacle militar, cualquier tipo de supervivencia es buena. Pero más que supervivencia, en el caso que te cuento, querida lectora, lo que ocurrió con Atenas fue la generación de un tipo novedoso (en el siglo IVaC) de hegemonía.
Isócrates precisamente hablaba de eso en Sobre la Paz. Ese maestro podría pasar por héroe popular (a izquierdas) o como self-made man (a derechas). Nacido fuera de la ciudad, en el demos (¿barrio?) de Erquía, fue paisano y contemporáneo de Jenofonte. Su familia fabricaba flautas y para ello usaban trabajo esclavo. Prósperos, Isócrates y sus hermanos participaron en los cargos de la democracia ateniense. Pero los oligarcas de Atenas les veían con desprecio porque no eran de familia noble. No le quedó otra que ser demócratas.
Isócrates estudió con Sócrates y fue elogiado por Platón en su Fedro. La familia perdió su fortuna en la Guerra del Peloponeso e Isócrates, ya reconocido como filósofo, fundó una escuela en la Isla de Quíos (que era parte de la Liga de Delos). Luego de la derrota de su ciudad en 404aC, Isócrates regresó a ella y siguió enseñando. Era un ciudadano que se ganó el derecho a opinar poniendo los recursos de su familia a disposición del Estado. Se había preparado con seriedad y así mereció ser escuchado.
24 siglos más tarde, Jacqueline de Romilly, la segunda mujer que entró en La Academia Francesa (1988), nos dice que ese Self-made man demócrata, creía que “la opinión de los hombres es autoridad en materia moral … [y que] le enorgulle[cía] enseñar a hablar bien porque la palabra es lo que permite a los hombres reunirse, escucharse y coexistir”. A través de la oratoria se forjan alianzas entre la ciudadanía. Cuando esas coaliciones se fundan en “la estima y la simpatía de las gentes” forjan “la verdadera fuerza” política. Romilly nos explica que la misma lógica se aplica en las relaciones entre ciudades-Estado. Así, Isócrates se explicaba con un solo método “la grandeza y la caída de las dos hegemonías, de Atenas y después de Esparta” y “el derrocamiento de la oligarquía” en su propia ciudad. (Sigo aquí su Los grandes sofistas en la Atenas de Pericles: Una enseñanza nueva que desarrolló el arte de razonar, Madrid: Seix Barral, 1997, que puedes descargar en la Liga 3, p.211.)
Isócrates, maestro de oratoria enseñaba a sus conciudadanos que hay que “respetar la opinión de los pueblos si se quiere preservar su poder y su fuerza. La opinión, en efecto, sirve de intermediaria entre la justicia (que atrae las simpatías) y la fuerza (que resulta de estas simpatías…)” (Romilly, Los grandes sofistas, p.177.) ¡Atención! La opinión que debemos respetar es la que todos los ciudadanos hemos construido a través del diálogo (dentro de la ciudad-Estado). Y la que los pueblos de varias ciudades construyen a través de sus intercambios, creando identidades políticas más amplias. Este tipo de cosas las enseñaba Isócrates en las décadas que siguieron a la derrota de su ciudad y a la muerte de Tucídides. Isócrates es parte de una reflexión colectiva nacida de contradicciones dolorosas como la que vimos entre los soberbios invasores atenienses –que abusaron de la fuerza de su hegemonía– y la debilidad de los melios invadidos en 416aC, cuyo ejemplo de resistencia debilitó a los aliados de Atenas y fortaleció a sus enemigos. En Sobre la Paz Isócrates elogiaba “la democracia … por la buena armonía que existía entre los ciudadanos, en particular entre ricos y pobres…; y destaca como el mayor título de gloria de la democracia la reconciliación que siguió [al derrocamiento en 403aC] de los «treinta tiranos» [impuestos por Esparta]”. El arreglo ateniense luego de la derrota fue incluir a todos en un régimen político moderado.
Avancemos más allá de las ciudades-Estado griegas. Mientras atenienses y espartanos peleaban durante décadas, eran envilecidas por su imperialismo, decaían y se reorganizaban; la superpotencia mediterránea seguía siendo el Imperio Aqueménida en Persia. (De hecho, Atenas justificó su hegemonía en la Liga de Delos como necesaria para mantener la lucha contra el Rey Persa.) El sueño griego era llevar la guerra a Persia. En 454aC los atenienses organizaron una desastrosa expedición a Egipto para apoyar allí una rebelión anti-persa. Entre 404aC y 401aC diez mil griegos participaron en un intento de golpe de Estado en el Imperio, apoyando a una facción principesca (Ciro el Joven) contra otra (Artajerjes II). Muerto Ciro en la batalla de Cunaxa, los Diez Mil quedaron atrapados en medio del Imperio y gracias a su disciplina y unión regresaron a su tierra. El milagro lo logró su unión como griegos más allá de la identidad con su ciudad-Estado. Uno de sus comandantes era el ateniense Jenofonte –quien escribió un libro sobre la expedición, al que llamó Κύρου ανάβασις (Kirón anábasis, La Ascensión de Ciro). Allí quedó registrada la experiencia práctica (la praxis) de la propuesta teórico-ética de Isócrates.
Pero hay algo más. Los Diez Mil (o más bien, los seis mil sobrevivientes de la Anábasis) regresaron a sus ciudades-Estado con conocimiento detallado acerca del Imperio Persa. Su aventura demostraba que un ejército bien organizado podía vencer a los aqueménidas en su propio territorio. Pero también llevaron conocimientos acerca de una organización imperial capaz de reunir en un solo proyecto político a pueblos de las más diversas culturas y religiones. Para la generación de Jenofonte, el régimen político de la ciudad-Estado estaba rebasado por la realidad y la sociedad pan-helénica llamaba a una nueva forma de Estado.
Un siglo antes de las guerras griegas que te he contado, Ciro el Grande y Darío, los fundadores de la Persia aqueménida descubrieron que su trono requería una legitimidad distinta (superior, más amplia) a la de las ciudades-Estado tradicionales. Estas seguían siendo versiones complejas, pero “parroquiales” de clanes y tribus, cada una con su dios o diosa tutelares. Marduk regía en Babilonia; Yahvé en Jerusalén; Atenea en Atenas; Júpiter en Roma. Los aqueménidas se proclamaron Reyes de Reyes y adoptaron el extraño símbolo llamado Faravahar: un monarca surge de un sol alado y desde allí –desde el poder político– hace justicia, ilumina, a todos los pueblos que ha conquistado/liberado.
Los aqueménidas también impulsaron el zoroastrismo, una religión casi-monoteísta que adoraba la luz y llamaba a vencer la oscuridad. (El Rey de Reyes, al centro del Faravahar, aparece como el primer defensor de lo que hoy llamaríamos lado luminoso de la Fuerza.) Pero los aqueménidas NO impusieron el zoroastrismo como religión de Estado, sino que practicaron la tolerancia –lo que permitió a cada uno de los pueblos sometidos relacionarse directamente con ese nuevo trono “universal”. Los judíos, desterrados a Babilonia por el tirano Nabucodonosor, regresaron a Jerusalén gracias a Ciro. Así lo recordaron en su libro sagrado, en Esdrás 1, 2-3: “Así ha dicho Ciro rey de Persia: Jehová el Dios de los cielos me ha dado todos los reinos de la tierra, y me ha mandado que le edifique casa en Jerusalén, que está en Judá. / Quien haya entre vosotros de su pueblo, sea Dios con él, y suba a Jerusalén que está en Judá, y edifique la casa a Jehová Dios de Israel (él es el Dios), la cual está en Jerusalén.” (Liga 4.) ¿Ciro se declaró creyente del Jehová judío? No. Pero los judíos repatriados así lo entendieron. Ciro probablemente habría dicho que la restitución del territorio a este pueblo era un acto luminoso, propio del Rey de Reyes. (Y nosotros agregaríamos que le rendiría frutos sociales y geopolíticos al nuevo Estado multinacional aqueménida.)
Yo sospecho que Isócrates imaginaba su buena hegemonía panhelénica como una construcción colectiva equivalente a ese Estado multinacional. Pero no sería Atenas, ni ninguna de las democracias griegas la que encabezaría ese esfuerzo colectivo. Las contradicciones entre las ciudades-Estado sólo se superaron por la vía autoritaria (diríamos nosotros, en el siglo XXI dC). El rey de Macedonia las dominó a todas y luego conquistó Egipto (adonde se proclamó Faraón) y dominó Persia (adonde se coronó Rey de Reyes) y luego cruzó el río Indo pretendiendo dominar todo el mundo conocido.
La cosa extraña es que ese rey, Alejandro Magno (Αλέξανδρος ο Μέγας), fue educado como buen ciudadano por el ateniense Aristóteles y seguro había leído a Isócrates y meditado acerca de la hegemonía, y los riesgos del imperio y el imperialismo. Más extraño aún es que, en la leyenda griega que preservamos hasta nuestros días, Alejandro parece la culminación natural de la aventura social y política griega. La clave de esta aparente contradicción está en la construcción de una hegemonía social y política capaz de aglutinar a los muchos ciudadanos y a los muchos pueblos. Si te parece que esto es un sueño guajiro, querida lectora, tendrás razón. Lo raro es que llevamos tres milenios soñándolo.
Salud y República.
Ligas usadas en este texto:
Liga 1:
https://www.perseus.tufts.edu/hopper/
Liga 2:
https://archive.org/details/isocrates-o-sobre-la-paz
Liga 4:
https://www.biblia.es/reina-valera-1960.php





