Pilar Torres Anguiano

La vida no es más que una sombra andante, un actor deficiente
que apuntala y realza su hora en el escenario,
y después ya no se escucha más. Es un cuento
relatado por un idiota, lleno de ruido y furia
,
sin significado alguno.
— Shakespeare, Macbeth

Esperé todo el día para contarle a mi persona favorita lo que me pasó en el día de ayer. Nuestras asambleas diarias duran lo que dura el camino al trabajo. Media hora que se va como agua porque nunca llegamos al punto… siempre hacen falta al menos unas calles más.

Seguro todos conocemos a una señora que, para contar una anécdota, necesita contarte la historia de la historia, el contexto, el paréntesis del paréntesis… y a veces ya no saben ni dónde empezar ni cuándo terminar. Yo soy esa señora.

Bien lo decía Alfonso Reyes, uno es el orden de la cabeza en el que las ideas irrumpen y se incrustan una en la otra. Y otro, el orden en el que estas ideas deben ser narradas a otros.

Así las cosas ¿Quién narra tu vida? ¿Quién decide qué contar, qué olvidar, qué adornar o qué dejar en silencio? Si nuestras vidas fueran una novela, ¿qué tipo de narrador tendría la tarea de contarlas?

El narrador es ese personaje silencioso que lo ve todo, lo filtra todo y lo moldea todo. Es quien estructura la experiencia, quien elige palabras, metáforas, emociones. No es el autor, pero habla en su nombre. Puede tener opiniones completamente opuestas, puede engañar, puede iluminar. Como en la vida, narrar es también decidir qué historia queremos que el mundo recuerde.

Voy por el cuarto párrafo y todavía nadie sabe de qué estoy hablando. Resulta que en estos días (6 de julio) se cumple un año más de la muerte de William Faulkner, y me aventé a leer El ruido y la furia porque también estoy por leer El hombre, la más reciente novela de Guillermo Arriaga, de quien me considero groupie absoluta (ya saben, como se dice por ahí, no busques lo que encontró el maestro; busca donde buscó el maestro).

El ruido y la furia comienza con la voz de Benjy, un personaje de 33 años con discapacidad intelectual. Su mundo no es lineal, ni lógico, ni ordenado. Vive en un eterno presente donde el pasado irrumpe sin avisar. Su mente no juzga, no explica: registra. Como una cámara sin lente ni enfoque, que capta la luz y el caos por igual.

El rincón favorito de Benjy fue vendido y ahora es un campo de golf. Por otro lado, su hermana Caddy —el centro emocional de toda la novela— ya no está. Benjy no comprende del todo lo que perdió, pero lo siente y lo sufre. No sabemos por qué, pero nos duelen tanto la ausencia de Caddy como el desamparo de Benjy, a quien hasta el nombre le cambiaron, a manera de cancelación, porque su discapacidad avergonzaba a sus padres.

Faulkner, en un gesto de audacia narrativa, nos obliga a entrar en esa mente y ver el mundo desde ahí. Y así, como lectores, también nos desorientamos. Porque estamos acostumbrados a querer entender, no a experimentar.

Cada narrador ofrece una versión fragmentaria, sesgada, emocionalmente cargada de los mismos hechos. No hay una sola verdad. Solo capas y capas de dolor, culpa, frustración y una moral muy compleja. Todo ocurre en el Sur de Estados Unidos que es un personaje más: aristocrático y racista.

Faulkner lo critica y, al mismo tiempo, no puede dejar de amar. Sus personajes viven atrapados entre la nostalgia de un pasado idealizado y la imposibilidad de reconciliarlo con la injusticia que lo sostenía. Como bien dijo Sartre, la obra de Faulkner no conoce el futuro; camina mirando hacia atrás.

Benjy no juzga ni analiza: registra. Como una cámara sin filtro, sin contexto, como un ojo que llora sin saber por qué. Como la de Benjy, a veces nuestras propias narraciones desconciertan porque no siguen el orden lógico del lenguaje cotidiano, sino el de las emociones. Lo que para él es evidente —la pérdida, el amor, la ausencia— se vuelve para nosotros un enigma. En este sentido, su voz encarna esa vieja idea de la filosofía clásica, presente en Aristóteles y Tomás de Aquino: maxime intelligibilia in se, minima sunt intelligibilia quoad nos —“lo más inteligible en sí mismo es lo menos inteligible para nosotros”. Tal vez porque se nos presenta sin velos, sin distancia. Como si Faulkner hubiera puesto frente a nosotros algo demasiado verdadero para ser comprendido de inmediato.

Faulkner confesó que toda la novela nació de una imagen: una niña subida a un árbol, espiando por la ventana mientras sus hermanos la observan desde abajo. Esa imagen detonó cuatro voces narrativas, cuatro perspectivas sobre los mismos hechos. Lo que uno calla, otro lo revela. Lo que uno recuerda, otro distorsiona. La historia no se cuenta en línea recta: se desgarra, se reescribe, se contradice.

Por eso El ruido y la furia exige volver al inicio una y otra vez. Como lectores, no avanzamos: giramos en espiral. Sartre lo explicó bien: Faulkner no conoce el futuro, camina mirando hacia atrás. Sus personajes tampoco saben hacia dónde van, porque están atados a lo que no supieron resolver.

¿Nos pasará a todos? No me refiero a treparse a un árbol y que nos vean los calzones, sino tener una escena particular en la que se desencadena todo.

Si googleamos, encontraremos que, quienes saben, aseguran que Faulkner escribió desde las entrañas de un sur estadounidense marcado por la esclavitud, el racismo, la derrota y el resentimiento. Critica ese mundo, pero también lo llora. Como si no pudiera vivir sin él. En sus novelas aparecen todas las clases sociales del sur: la aristocracia decadente, los blancos pobres, los afrodescendientes esclavizados, los indígenas desplazados.

Como él, su escritura es barroca, alcohólica, impresionista. Como un cuadro que se mira de cerca y sólo muestra manchas, pero que al alejarse revela una forma. Sus personajes son pensamientos rotos, alucinaciones, nostalgias superpuestas. El tiempo no fluye: se derrama.

¿Y si alguien más estuviera narrando tu vida? Alguien con sus propios sesgos, con su propio ritmo. A veces lo imagino como un narrador omnisciente un poco desganado, que olvida detalles importantes, pero se detiene en cosas absurdas. Imaginen: “fulana volvió a leer el mismo párrafo por quinta vez, mientras pensaba en qué iba a cenar…”.

¿Quién narra tu vida? Quién sabe cómo sería la narración si ese narrador fuera un idiota, lleno de ruido y furia. Que simplemente mirara, sintiera, y dejara que las cosas fueran lo que son. Sin juicio. Sin explicación. Sólo con la emoción abierta, con el ruido y con la furia de quien no entiende el mundo, pero lo ama igual. De vez en cuando, hay que romper la barrera para escuchar su voz y entrar en contacto con ese narrador que todos llevamos dentro. El mío ahora me está diciendo: cállate y sigue leyendo, o nunca vas a terminar el libro ni mucho menos, a empezar el de Arriaga.

@vasconceliana

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