Pilar Torres Anguiano

Un tallo de luz, un sueño entre los
dedos,
el instante, el principio, el origen del agua,
del aire, del fuego, la tierra elemental:
los cuatro números del alfabeto,
y en ellos caben todas las palabras,
los círculos que el tiempo incesante
abre y cierra.”
Octavio Paz, Piedra de sol.
Saturno es una paradoja celestial. Es el planeta de los anillos, una inmensa esfera de gas. Dicen los que saben que su sustancia tangible, si es que existe, permanece oculta bajo capas de hidrógeno y helio. Pero Saturno es también el dios romano que rige el tiempo y la agricultura, y en las Saturnales, su festividad, se celebra el fin de la oscuridad.
Cualquiera que tenga acceso a internet habrá visto alguno de esos videos que haciendo gala de erudición googlera, “desenmascara” que la Navidad es una farsa porque primero ocurrieron las Saturnales. Sin afán de la profundidad que alcanzan esos debates X-tuiteros, sólo propondré darnos una vueltecita por el concepto de principio, enunciado en esa bonita palabra griega: Arjé.
En la filosofía presocrática, el arjé es el fundamento, el principio de lo que existe. Ya se la saben: Para Tales de Mileto, ese principio estaba en el agua. Anaximandro fue el primero en usar el término arjé, afirmando que el origen era lo ilimitado. Anaxímenes consideró que el arché era el aire. La escuela pitagórica, identificaba al arjé con el número (la más real de las cosas). Heráclito, el cambio. Parménides, lo inmutable. Empédocles tierra, aire, agua y fuego, que se unían y separaban por amor y odio. Anaxágoras defendió que existía una infinidad de componentes del universo. Los últimos presocráticos, Demócrito y Leucipo, argumentaron la existencia de átomos, que no se creaban ni se destruían y que, al agruparse, construían toda la realidad. Así las cosas, el principio tiene que ver con “lo que ocurrió primero”, pero sobre todo con lo que permanece.
En la mitología romana, Saturno es el dios que reinó en un tiempo de abundancia y justicia. Sin embargo, su historia también es la del fin: fue destronado por su hijo Júpiter, un ciclo de renovación que imita los ritmos de la naturaleza. Las Saturnales, la festividad en su honor, eran un reflejo de ese arjé: un momento donde el orden cotidiano se rompía para dar paso al caos, solo para regresar, renovado, al final de la celebración. Saturno, dios y planeta, es la síntesis perfecta entre lo que permanece oculto y lo que es evidente.
En el fondo, Saturno no cambia: ya sea como astro, como divinidad o como fiesta, siempre encarna la misma idea esencial. Saturno es el principio y el final. Es el ciclo que se repite en los anillos de gas que lo rodean, en los mitos de los dioses que devoran a sus hijos para evitar ser destronados, y en la circularidad de las Saturnales, que rompían cada año el orden del tiempo para renovarlo. En Saturno, como en la filosofía y en el universo, todo se fusiona. Lo físico, lo divino y lo humano son expresiones de una misma búsqueda: entender el origen y el destino de las cosas.
Las Saturnales marcaban el fin del período más oscuro del año. Eran 7 días de fiesta en los que, se intercambiaban regalos y se celebraba el nacimiento del Sol Invictus el 25 de diciembre, cuando la luz comenzaba a derrotar a la oscuridad.
En este ciclo de muerte y renacimiento, las Saturnales conectan lo humano con lo divino y lo cósmico. En la antigüedad había otra ocasión para celebrar las saturnales: como homenaje al triunfo militar de algún general heroico. Así, festividad no era solo un rito, sino una forma de sincronizarse con el universo: de reconocer que el tiempo no avanza en línea recta, sino en círculos, como los anillos de Saturno.
Que el cristianismo haya asimilado esta festividad para transformarla en Navidad no es una contradicción, sino una confirmación de que todo se renueva y evoluciona. Saturno, como dios, planeta y festividad, permanece, incluso al transformarse.
Saturno es movimiento. Gira en torno al Sol, mientras sus anillos de polvo y gas parecen inmóviles, pero están en constante transformación. El universo también es así: un lugar donde nada permanece fijo, donde todo se expande, evoluciona y renace.
Del mismo modo, las Saturnales se transformaron en Navidad. La festividad que celebraba el triunfo de la luz sobre la oscuridad ahora celebra el nacimiento de un niño que, para millones, es símbolo de esperanza y renovación. Sin embargo, en su esencia, las Saturnales y la Navidad son lo mismo: un recordatorio de que todo final contiene un arjé y que, en el ciclo eterno del tiempo, lo divino, lo humano y lo cósmico siempre estarán conectados. En la unidad y en la multiplicidad, encontramos nuestra propia historia: un intento constante por reconciliar el tiempo, el caos y el orden en un universo en movimiento.
Con razón las cosas de nosotros los mortales son contradictorias, caóticas y cíclicas. Las mismas reuniones, la misma gente, las mismas rencillas, las mismas anécdotas, las mismas bromas, los mismos dramas. Las festividades humanas son dignas hijas de sus creadores: envueltos en un universo dinámico y a la vez atrapado en ciclos, donde los principios y los finales son indistinguibles.
Si hasta los dioses se comen unos a otros, y renacen en nuevos ciclos, con razón las familias repiten una y otra vez los mismos errores, los mismos nombres, los mismos amores y rencores; y sin embargo, ahí están cada año iniciando de nuevo, celebrando estar vivos, festejando haber completado una vuelta al sol, como Saturno. Esa sensación de tiempo detenido que, sin embargo, siempre regresa sobre sí mismo y el caos es una forma de ordenar el mundo. Qué bueno que haya fiesta. Feliz Navidad, felices Saturnales, felices ciclos.
X : @vasconceliana





