Pilar Torres Anguiano

Un hombre
alegre
es uno más
en el coro
de hombres
alegres

un hombre
triste
no se parece
a ningún otro
hombre
triste
MarioBenedetti

Eso que llamamos tristeza puede ser poética, psicológica, literal o literaria. A veces se le lleva en silencio, otras se cubren con máscaras, o se convierten en color. Van Gogh no pintó su locura —eso lo hicieron los críticos de arte varios años después. Más bien pintó la voluntad de no hundirse, el intento feroz de atrapar un poco de luz cuando ya no quedaba casi nada; el impulso vital. Para algunas narrativas siempre será el loco del mito, para otras, el lúcido que sabía que el alma duele, que la belleza arde, que el mundo vibra aun cuando uno tiembla por dentro. Vivió con la tristeza como quien vive con una sombra propia. La conocía bien, pero no la celebraba. Tampoco la negaba. Sabía que el dolor puede destruir, pero también empuja. Lo sostuvo mientras la vida le fallaba, mientras el cuerpo cedía, mientras la mente se le iba.

A su hermano Theo le escribió desde Arlés, en 1889: “A veces tengo un deseo tan violento de afecto, de amor, de simpatía, que casi me aplasta… y sin embargo no lo digo, no lo muestro, sigo pintando.”

Hay algo en sus obras que no se puede explicar del todo. No es sólo técnica, ni sólo emoción. Es otra cosa: temor y temblor kirkegaardiano, intensidad y energía nietzscheana. Sus campos de trigo son más que paisaje; el cielo a punto de romperse, el aire que respira con dificultad, una belleza que tiembla y le transmite ese temblor al pincel. Del otro lado aún podemos ver su trayectoria, sus dudas, sus cambios. Su alegría colorida, su tristeza luminosa.

Van Gogh no pintaba escenas tristes. Pero en cada cuadro hay algo que se mueve, algo que no está en paz. Sus árboles no se quedan quietos, sus cielos giran, sus campos se doblan. Hasta los objetos parecen tener latido.

No pintaba la tristeza como un tema, sino como una óptica: una manera de mirar. Es como si sus ojos estuvieran siempre al borde del llanto, pero decidieran mirar igual. Esa mirada —herida, insistente, a veces agotada— está en todo lo que hizo. No hay espectáculo ni pose: hay emoción cruda, contenida apenas por el trazo. En una carta a su madre, en 1889, escribió desde el manicomio de Saint-Rémy:

“Trabajo como un loco, pero no para huir del dolor. No hay huida posible. Pinto porque siento que aún puedo decir algo con los ojos.”

Sus cuadros no son melancólicos en el sentido clásico. No hay languidez ni silencio: hay viento, hay tensión. Una tristeza activa, que no se resigna ni se rinde. Pintaba para no dejar que la tristeza fuera el único lenguaje. Y sin embargo, es imposible no sentirla ahí, palpitando en cada línea, en cada brochazo.

A menudo se repite que Van Gogh era un genio atormentado, un mártir del arte, un enfermo. Pero más allá del mito, lo cierto es que trabajó con una disciplina feroz. En sus momentos más difíciles —cuando estaba internado, solo, sin dinero— producía una cantidad asombrosa de obras. Como si el arte fuera su forma de sobrevivir. A Theo le dijo, en una carta de julio de 1888:

“El sufrimiento no me impide trabajar, pero hace que trabaje como si mi vida dependiera de ello. Porque en cierto modo, así es.”

El dolor puede paralizar, pero en su caso, lo empujaba a pintar más, a escribir más. No lo sublimaba en un sentido idealizado, pero sí lo transformaba. En sus cartas hay algo que conmueve: una honestidad radical, una fragilidad sin vergüenza. Van Gogh sabía que estaba al borde, pero no dejó de hablar, ni de mirar.

En una carta a Émile Bernard, también en 1888, escribió: “El arte nos consuela cuando no podemos consolarnos de otra manera.” No hay aquí romanticismo del sufrimiento. Hay más bien una ética del impulso: el arte no como resultado del dolor, sino como respuesta a él.

Los colores de Van Gogh no obedecen a la realidad. No buscan copiarla: buscan expresarla desde adentro. El amarillo de sus girasoles no es naturalista: es el amarillo del sol que quema, del hambre, de la esperanza. El azul de La noche estrellada no es el del cielo: es el del vértigo. Cada color en Vincent es un estado del alma. No decora: confiesa. Hay algo de exorcismo en ese modo de aplicar la pintura, en esas pinceladas densas, casi talladas. Como si cada trazo fuera un gesto de afirmación: “Estoy aquí. Estoy viendo esto. Aún puedo nombrarlo.”

Le escribió a Theo, al hablar de su cuarto en Arlés: “He pintado la habitación de tal forma que sugiera descanso absoluto, incluso en la violencia del color. Es una paz que he intentado, porque no la tengo.”

Y sin embargo, esos colores tan vivos no son alegres. No del todo. Hay en ellos una tristeza subterránea, una gravedad que los vuelve más humanos. Porque la alegría, en Van Gogh, no es ligera: es una alegría que sabe lo que cuesta vivirla.

Cuando ya no quedaba nada, Van Gogh siguió mirando el mundo. Eso es lo que más conmueve. Que no nos legó la imagen del sufrimiento como espectáculo, sino la del arte como acto de resistencia íntima. Un acto pequeño, cotidiano, desesperado a veces, pero valiente: seguir viendo la belleza cuando todo lo demás parece caerse.

En su última carta, sin terminar, encontrada en su bolsillo tras el disparo, escribió: “La tristeza durará para siempre.”

Pero lo que nos dejó contradice esa frase. O la matiza. Porque su tristeza no duró sola: la convirtió en color, en forma, en vida. Sus cuadros no consuelan. No explican. Pero nos hacen compañía. Nos enseñan que no estamos solos cuando sentimos ese nudo raro entre la tristeza y la alegría. Que hay colores para nombrar lo que no tiene nombre. Que a veces basta con mirar un girasol para no rendirse.

Escribió alguna vez: “No puedo evitar que mis cuadros no vendan. Llegará un tiempo en que la gente verá que valen más que el precio de las pinturas”. No lo supo, pero tenía razón. Lo que quizá no habría podido imaginar es que, más de un siglo después, su obra estaría no solo en los museos más importantes del mundo, sino también en libretas escolares, camisetas, colchas, sombrillas, fundas de celular o tazas de café. Su tristeza profunda, su lucha interior, sus noches en vela pintando bajo la luz de una vela en el sombrero, se han convertido hoy en una forma de alegría compartida.

Tal vez le parecería absurdo, o incluso desconcertante. Porque para él la pintura no era una marca ni un producto; era un modo desesperado de resistir al vacío, de encontrar sentido. Y sin embargo, algo misterioso sucede: aunque muchas veces pintó desde el dolor, sus cuadros nos dan consuelo. Aunque su alma se sintió sola, hoy su obra nos acompaña.

¿Se habría sentido burlado? ¿O acaso conmovido? Quizás le habría gustado saber que su Noche estrellada, nacida de una ventana en el manicomio, hoy adorna las habitaciones de quienes buscan un poco de belleza antes de dormir. Que sus girasoles, que pintó como un saludo para su amigo Gauguin, hoy florecen en miles de hogares.

Lo trágico no se borra. Pero a veces —como en sus cuadros— la luz se cuela entre la tristeza luminosa. Y ahí, en esa mezcla de dolor y color, de locura y esperanza, sigue brillando Vincent.

@vasconceliana

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