Dos años, ¿y los militares?
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Federico Anaya Gallardo

Últimamente, la ciudadanía mexicana nos hemos tropezado con un tema que nos disgusta: el poder de nuestro estamento militar. Disgusta porque desconocemos mucho de las fuerzas armadas. Disgusta porque presumimos que son indispensables para la vida de la República. Disgusta porque, a veces, sospechamos que no sirven para mucho. Que hay tres “planes de defensa nacional”, DN1, DN2 y DN3, es un dato bastante conocido –porque casi toda la población ha visto desplegarse a la tropa aplicando el DN3 en casos de desastre natural. Por cierto, el triángulo azul de la Protección Civil es menos conocido que la sigla DN3. Pero este detalle –si lo hacemos consciente– nos regresa al disgusto: Si nuestras fuerzas armadas se utilizan única o principalmente para atender desastres, ¿no sería mejor terminar de convertirlas en un cuerpo de Protección Civil? (Subráyese la palabra civil.) Cuando se indaga superficialmente qué significa DN1 y DN2, el disgusto aumenta. DN1 es el plan de defensa en caso de invasión extranjera; DN2 el plan de defensa contra rebelión interna. En el primero –siendo que la única potencia con capacidad de invadirnos es los Estados Unidos de América (EUA)– el plan ordena la organización popular de la resistencia pues reconoce la incapacidad de las fuerzas regulares para confrontar exitosamente al invasor. En el segundo, que de facto se ha activado en varias ocasiones, las fuerzas armadas se han confrontado con secciones del pueblo al que juraron defender. Inútiles hacia fuera, contrainsurgentes hacia dentro. No extraña que el tema nos disguste.

Un par de acontecimientos inesperados nos acaban de recordar el tema. El 15 de octubre de 2020, el ciudadano Salvador Cienfuegos Zepeda fue detenido en el aeropuerto de Los Ángeles en la Alta California bajo acusaciones del Departamento de Justicia de EUA relacionadas al narcotráfico. En pocos días, fue presentado ante una jueza federal en Brooklyn, Nueva York. La noticia fue un terremoto. Este ciudadano había sido el General Secretario de la Defensa Nacional mexicano entre 2012 y 2018. Nuestra comentocracia repitió palabras como inusitado, extraordinario, inédito. Apenas acabábamos de tomar aliento, cuando el 17 de noviembre de 2020, nos enteramos que los fiscales federales que llevaban la acusación de Cienfuegos habían pedido al juzgado desestimar la acusación sin perjuicio y autorizar la entrega del detenido a las autoridades mexicanas. Al día siguiente, Cienfuegos estaba en su casa. De nuevo, inusitado, extraordinario, inédito. Mucho escándalo, pocas nueces, mínimo análisis.

En medio de la verborrea comentocrática, me sorprendió una declaración de la abogada Ana Laura Magaloni Kerpel: “A mí me dio gusto el desenlace. …detener a la cabeza del Ejército, a la que fue la cabeza del Ejército, …no es la forma de tratar a una institución del peso del Ejército.” En su opinión, la acusación yanqui contra Cienfuegos dilapidaba una institución importante para la política antinarcóticos de los mismos Estados Unidos. (Es la Hora de Opinar, 18 de noviembre de 2020, minuto 5 y ss. Liga 1.)

Para Magaloni, la acusación estadunidense afectó la disciplina, la lealtad, y el orden representados por el Ejército Mexicano. Leamos atentamente: un Ejército que es notoriamente incapaz de enfrentar a los estadunidenses en términos militares sería necesario, acaso indispensable, para EUA. Una de dos, o Washington se preocupa mucho porque tengamos buena atención en casos de desastre; o Washington considera indispensables a las fuerzas armadas mexicanas para mantener el orden interno en nuestra República. Es razonable inclinarnos por la segunda opción, por lo que tiene mucho sentido el argumento que los fiscales del caso presentaron a la jueza federal estadunidense en Brooklyn: “the United States has determined that sensitive and important foreign policy considerations outweigh the government’s interest in pursuing the prosecution of the defendant” (p.1 de la petición). Esas consideraciones de política exterior sensibles e importantes impactan “the government’s relationship with a foreign ally” (p.4 de la petición). Es decir, los fiscales de EUA consideraron que la relación del gobierno estadunidense con una potencia aliada (México) resulta más importante que proseguir su acusación –que ellos insisten está bien fundada– en contra de una persona que causó grave perjuicio al pueblo de los Estados Unidos de América. (Liga 2.)

Este trato no es común. Desde que se constituyó como Estado independiente de Colombia, Panamá ha sido considerada potencia aliada de EUA, pero esta última nación no tuvo empacho en invadir a la primera en 1989 con el fin de detener a Manuel Noriega –a quien se acusó, enjuició y condenó por narcotráfico. El lector me dirá: Panamá no es México. Y tiene razón. Lo que no es claro es en qué consiste la diferencia. En el discurso anti-imperialista más superficial, tanto Panamá como México son víctimas de la República Imperial analizada por Raymond Aron (París: Calmann-Lévy, 1973). Pero hace medio siglo el propio Aron reconocía que el papel imperial de los EUA dependía en mucho de las relaciones específicas que debía establecer con cada país aliado. En este sentido, en lo más crudo de la Guerra Fría, la actitud de la República Imperial no fue igual en el Caribe, que en Centroamérica, que en el Cono Sur, o que en Europa occidental y Japón. Del colonialismo crudo (Puerto Rico) al imperialismo abierto (Guatemala, Nicaragua), a la vigilancia lejana por terceros (Brasil, Chile, Argentina), a la negociación educada con asociados (Europa), los EUA dosificaban el ejercicio de su imperium.

En 1989, pese a los Tratados Torrijos-Carter (1977) y el activismo panameño a favor de las revoluciones centroamericanas (véase la crónica de Chuchú Martínez, 1987), Panamá ciertamente estaba en la primera liga de potencias aliadas de EUA (las sujetas a colonialismo). Los yanquis preservaban bases militares en territorio panameño y tenían infiltradas sus fuerzas armadas. Permitieron que Manuel Noriega, militar y agente de la CIA, se elevase al poder luego del asesinato del general Torrijos. Washington sabía de las operaciones narco de Noriega porque las había aprovechado para el trasiego de armas a la Contra nicaragüense. Cuando Noriega amenazó con volverse rogue, la Casa Blanca lo reprimió. Rogue se traduce como “granuja” y puede tener el sentido de “rebelde”, pero las definiciones más elaboradas hablan de “un gran animal salvaje que vive fuera de su manada que muestra tendencias destructivas”. Bush padre no dudó en hacer la guerra a su perro, cuando éste trató de morder la mano imperial. La Invasión de Panamá duró 42 días y el régimen de Noriega fue derrotado, pero Panamá restableció un orden constitucional que había sido roto desde 1968 por militares que fueron primero torrijistas y luego norieguistas. Las bases estadunidenses siguen allí.

En contraste, México ha sostenido un orden constitucional estable desde 1920, sus fuerzas armadas se encuentran separadas del ejercicio del poder político desde 1946, nunca se aceptaron bases militares yanquis en territorio nacional (ni siquiera en 1942, cuando una invasión japonesa estaba en el horizonte). México no está en la misma liga que Panamá. Y tampoco en la de Brasil, Chile o Argentina, adonde las fuerzas armadas fueron agentes de los intereses imperiales de EUA. Varios factores indican que nuestra liga (que compartimos con Canadá) se parece a la de Europa occidental y Japón. Igual que alemanes y japoneses, nos beneficiamos de los paraguas nuclear y militar de los EUA –lo que permite que México tenga un presupuesto de defensa muy bajo. Estamos tan acostumbrados a aquéllo de “pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos” que nos volvemos ciegos ante las ventajas de la situación.

Ahora bien, en relaciones internacionales las ventajas deben contarse siempre en doble sentido. ¿Qué ganaron los EUA a cambio de la protección nuclear y militar que proveen a sus aliados? Lealtad en la confrontación con la URSS entre 1945 y 1991. México pagó el mismo boleto. Hoy pocos lo recuerdan, pero Miguel Alemán Valdés fue candidato presidencial de dos partidos en 1946: del PRI y del Partido Comunista Mexicano (PCM). Esa candidatura era parte del arreglo cardenista-rooseveltiano-estalinista de unidad nacional-buen vecino-frente amplio antifascista. Alemán rompió esa coalición, el PCM perdió su registro y la represión anticomunista aumentó incesante desde 1946 hasta 1976. (Sobre esto, véase Víctor Manuel Durand Ponte, La ruptura de la nación, México: UNAM, 1986.) Nuestra ilusión progresista desea ver en la política mexicana frente a la Revolución Cubana (1959) una excepción. No hay tal. La colaboración de México y EUA sólo se profundizó. Dejar abierta la conexión cubana en México permitía monitorear a los revolucionarios. México ganaba doble: cumplía su parte del arreglo geopolítico con EUA y suavizaba la situación de Cuba –cuyo régimen, a cambio, evitó fomentar guerrillas en nuestro país.

Aparte, el pacto de 1962 entre EUA y la URSS luego de la Crisis de los Misiles tiene dos correlatos que suelen olvidarse. Uno, la retirada de los misiles nucleares estadunidenses de Turquía; dos, la negociación –liderada por México– del Tratado de Tlatelolco (1967) que desnuclearizó no sólo el Circuncaribe sino toda Latinoamérica. De nueva cuenta, México prestaba un servicio interesado a la República Imperial. Para los EUA era conveniente consolidar jurídicamente lo que la fuerza había establecido de facto. México ganaba preeminencia regional e internacional.

En 1974, Jean-Jacques Lentz utilizó el libro de Aron para analizar el trabajo de Henry Kissinger al frente de las relaciones exteriores de EUA. (“Regards sur La République Impériale,” Esprit № 433 (3-1974): pp. 411-432, Liga 3.) Lentz subraya una idea que Kissinger parece haber tomado del legendario canciller austriaco Metternich: un Estado debe maximizar su libertad de acción, debe tener siempre más opciones que sus adversarios, construir salidas alternativas. La relación trilateral entre el régimen priísta mexicano, la Cuba de Castro y la República Imperial son un buen ejemplo de lo anterior. El gobierno mexicano aprovechó el inesperado acontecimiento del triunfo revolucionario en Cuba para (a) fortalecer su prestigio internacional –lo que le traería luego más opciones; para (b) asegurar que las entradas al Golfo de México no estuviesen en manos de una sola potencia; para (c) cumplir su parte en el sistema de monitoreo geopolítico de EUA; y para (d) asegurar la estabilidad interior.

Los cuatro objetivos mexicanos representan cuatro intereses nacionales: aumentar nuestra cartera de opciones multilaterales, asegurar la libertad de comercio de nuestros puertos en el Golfo, no confrontar a los EUA, y mantener la paz interior. Los cuatro son compatibles con los intereses de la República Imperial. Ya vimos el caso del tratado que desnuclearizó nuestra región. La libertad de comercio en Veracruz, Tampico y Coatzacoalcos beneficia igual a Nueva Orleans y Gálveston –y en la era neoliberal es indispensable para asegurar la globalización. Una política de no confrontación con México permite a EUA ahorrarse mucho en la defensa de una inmensa frontera terrestre. Pero, por lo mismo, la estabilidad política de México le es esencial.

Este último asunto, la paz interna de México, es el interés compartido que fue afectado por la captura de Cienfuegos Zepeda en octubre de 2020. El Ejército Mexicano es una pieza indispensable para mantener el orden político interior y por ello es que Magaloni Kerpel señaló que el arresto había sido un contrasentido. El retorno de Cienfuegos a México es, entonces –como lo explicaron los fiscales a la jueza en Brooklyn– consecuencia necesaria de nuestra compleja situación como potencia aliada de EUA.

Con todo, el hecho de arrestar a un exsecretario de la Defensa Nacional deja cicatrices que no se borrarán. Magaloni Kerpel señaló también que se ha dejado la sospecha no sólo sobre el general Cienfuegos, sino sobre toda la institución. En este punto, la abogada exagera: desde hace años todos sospechamos que la corrupción del narco ha afectado a nuestras Fuerzas Armadas. Héctor Aguilar Camín nos ha recordado que él advirtió de ello hace décadas. La acusación estadunidense no hizo sino desgarrar el velo detrás del cual se suponía que había un ente todopoderoso y puro. Nuestro canciller claramente ha dicho que sería suicida que la Fiscalía General de la República no investigue seriamente los elementos de prueba que le envió EUA. Recordemos, la jueza de Brooklyn desestimó la acusación sin perjuicio de que el Departamento de Justicia estadunidense vuelva a acusar. A nadie, en ningún lado de la frontera, conviene una futura petición de extradición en la que se diga que México dejó en la impunidad los hechos.

Oportunidades inesperadas. Desgarrado el velo de la supuesta pureza militar y de su omnipotencia, las y los mexicanos debemos exigir que nuestras fuerzas armadas respondan puntualmente de los abusos de derechos humanos que han cometido desde hace décadas. Hagámoslo en orden y de buen modo, respetando el debido proceso y construyendo precedentes que eviten nuevos abusos. Conviene a México y a EUA. Estabilidad y orden interior con respeto a los derechos humanos.

agallardof@hotmail.com

Ligas usadas en este texto:

Liga 1:
https://www.youtube.com/watch?v=BWXhOGxk2s4&ab_channel=NoticierosTelevisa

Liga 2:
https://www.washingtonpost.com/context/read-u-s-prosecutors-motion-to-dismiss-the-indictment-of-former-mexican-defense-minister-salvador-cienfuegos-zepeda/8531831e-733a-477f-a7d1-91e731d8a818/?itid=lk_interstitial_manual_6

Liga 3:
https://www.jstor.org/stable/24262917