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Juventud, una maldición (Dickens en San Luis Potosí)

Federico Anaya-Gallardo

El mes pasado reportaba que la Convención Iberoamericana de Derechos de los Jóvenes de 2005 (CIDJ), en su artículo 3, busca “la contribución y el compromiso de los jóvenes con una cultura de paz y el respeto a los derechos humanos y a la difusión de los valores de la tolerancia y la justicia”. También recomendé a los lectores darse una vuelta por la oferta de videos en streaming y ver la serie 13 Reasons Why (2017-2018), basada en la novela de Jay Asher Por trece razones (2007). Las dos temporadas disponibles nos muestran, en resumen, un mundo adulto cuyas instituciones son incapaces de atender los problemas que viven las chavas y los chavos supuestamente bajo su cuidado; pero en el que al final los jóvenes logran hacerse responsables y resolver los problemas. Así devienen adultos. Todo esto ocurre en un suburbio de San Francisco –en el cual el protagonista central recibe de sus padres un automovil a los 16 años y su novia bipolar puede internarse en una progresista clínica psiquiátrica en la que se analiza con cuidado la mezcla correcta de medicamentos que la mantendrá equilibrada. Es decir, la agonía de madurar se da en un ambiente socioeconómico extremadamente favorable. ¿Cómo es madurar en una sociedad regida por la desigualdad y la pobreza?

La sociedad anglosajona que hoy idolatra la TV no empezó bien. En las ciudades inglesas de la primera revolución industrial el único momento en que había igualdad era cuando el ser humano nacía desnudo, entre sangre y llanto. Después, la sociedad ponía a cada quien “en su lugar”. Esto, según Dickens en su Oliver Twist (1838). Cuando Oliver logra escaparse del orfanato en que lo abandonó su madre y huye de los amos adonde había sido colocado (en realidad, a quienes había sido vendido) el chico huye a la gran ciudad. Allí es acogido por una banda de jóvenes ladrones –administrada por un viejo traficante de bienes robados que dice que los ayuda pero en realidad abusaba de ellos. Dickens muestra cómo se administraba justicia en su sociedad y cómo se condenaba a los jóvenes marginales a ingresar a las filas de la delincuencia. Apenas en su primera experiencia como carterista, Oliver es detenido por una multitud que le persigue por las calles a la voz de “—¡Al  ladrón, al ladrón!” luego de que un viejo caballero descubrió que los chavos le habían robado su pañuelo de seda. Aunque la víctima se percató que Oliver no era el ratero, y pese a que lo explicó ante el tribunal, el juez de barandilla de todas maneras condenó al muchacho. Dickens describe al juez, al tribunal y a la sociedad que permitía esas injusticias: El juzgador “… es un semidiós (que) … ejerce un poder sumario y arbitrario sobre las libertades, el buen nombre, el carácter, y hasta las vidas, … especialmente de los que provienen de las clases más pobres … Aunque dentro de las paredes de este tribunal se presenten casos terribles que dejarían ciegos a los ángeles de tanto llorar… pese a todo ello estos tribunales están cerrados al público, salvo por los reportes que nos entrega la prensa diaria sobre ellos.”

Pero Dickens era (en el fondo) un optimista. Deseaba escandalizar a sus lectores describiendo el horror de la injusticia social pero al mismo tiempo darles esperanza respecto del futuro. Oliver es rescatado de la cárcel por el viejo caballero y, luego de muchas peripecias, logra sobrevivir y convertirse en un adulto respetable y bien integrado. Pero esto último ya es sólo fantasía literaria. La realidad del capitalismo industrial siguió siendo infernal. Lo sigue siendo.

Capital de San Luis Potosí, 2004. 166 años después de la publicación de Oliver Twist, Rubén Martín Segura, de 33 años, aparece muerto en los separos de la seguridad pública estatal. Se le encontró ahorcado con la cinta de la capucha de su sudadera. La Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH-SLP) abrió una queja e investigó el caso. Lo que descubrió se publicó en la Recomendación 11/2009. Rubén había sido procesado penalmente e internado en reclusorios en once ocasiones, de 1989 (18 años de edad) a 2004 (33 años de edad). Es decir, fue sujeto de atención del sistema penitenciario potosino por quince años. Durante doce de esos quince años, era un joven de acuerdo a la CIDJ y la actual Ley de la Persona Joven potosina.

Como Oliver en 1838, en 1989 Rubén fue encontrado culpable de tentativa de robo y amenazas. Se le condenó a purgar 7 meses y 15 días. No hubo “viejo caballero” que le sacara del aprieto, pero la autoridad judicial le concedió la suspensión de la pena. Como no hubo quien le rescatase, Rubén fue enganchado por una banda de asaltantes de casas que operaban en el oriente de la ciudad con la complicidad de policías (testimonio de su madre y hermanas). En 1990 Rubén fue de nuevo detenido, acusado otra vez de tentativa de robo y, ahora, por delitos contra la economía pública (probablemente reventa de boletos). Fue condenado a 8 meses de prisión. En el mismo año de 1990 fue arrestado por posesión de pastillas psicotrópicas y acusado de homicidio, pero no hubo sanción. Para entonces ya era adicto, aunque se preocupaba de aportar algo al sostén de su madre. Rubén cae de nuevo en prisión en 1995, por robo calificado y es condenado a 2 años y 3 meses. Se le concede de nuevo libertad, pero cae de nuevo en 1997, de nuevo por robo calificado y se le condena a 3 años y 9 meses. De nuevo liberado, de nuevo detenido por robo en 2000 y condenado a un año. Rubén fue acusado de robo otras tres veces, una vez en 2001 y dos veces en 2003. La primera acusación de 2003 terminó en una condena a seis meses. Otra vez liberado, otra vez arrestado, fue dejado en libertad.

En su último robo, en 2004, Rubén fue objeto de un “arresto ciudadano”. Estaba tratando de robar un carro estacionado cerca de un templo cristiano. Era un domingo. Dos feligreses, padre e hijo, venían saliendo del servicio religioso y a lo lejos alcanzaron a ver a Rubén rompiendo un vidrio de su automóvil y meterse por la ventana. Corrieron y lo agarraron de las piernas, sometiéndolo. No fue difícil: estaba atontado y lento. Llamaron a la policía. Llegó una patrulla. Se llevó a Rubén. A la mañana siguiente, cuando fueron a rendir declaración se enteraron de la muerte del ladrón. Las víctimas del delito estaban turbadas: dijeron que si hubiesen sabido que la historia terminaría así habrían preferido dejar a Rubén libre. Ni el vidrio de su auto ni nada de lo que hubiese podido robarse Rubén valían una vida humana. Aunque fuera la vida miserable de Rubén, joven adicto enganchado por policías y ladrones por tres largos lustros.

Oliver sobrevivió en la fantasía inglesa de Dickens para ser un adulto pleno, el potosino Rubén murió en una tragedia dickensiana a los 33 años sin que su muerte haya tenido sentido. La Recomendación 11/2009 exigió al gobierno del Estado, entre otras cosas, que su Dirección General de Prevención y Readaptación Social mejorara la vigilancia que debe darse a las personas que entran en conflicto con la ley penal de modo reincidente para asegurar que las penas privativas de la libertad tengan como finalidad esencial la reforma y la readaptación social. La recomendación no parece haber tenido efectos. Han pasado ya otros diez años.

Ahora bien, en este caso y en el del doble feminicida de Matehuala, que compartí hace semanas con los lectores, las víctimas de la negligencia del Estado potosino fueron personas jóvenes que, en teoría, deberían asegurar la continuidad y mejora de nuestra sociedad al convertirse en buenos ciudadanos adultos. Rubén Martín Segura, al contrario de Oliver Twist o de las chicas y chicos de 13 Reasons Why nunca tuvo oportunidad de hacerse cargo de sí mismo –sino que quedó a merced de una red de ladrones y policías cómplices que lo explotaban. Tampoco pudo responder de sus actos ante sus pares, pues el sistema penitenciario sólo lo procesó como un número anónimo renviándolo sin acompañamiento al medio social que lo explotaba. Por lo mismo, Rubén tampoco pudo aprender de sus errores, sino que siguió cometiéndolos, cada vez más degradado por el consumo de drogas. No pudo encontrar soluciones ingeniosas contra las y los violentos, y quedó obligado a trabajar para ellos. Nunca pudo descubrir que todos los ciudadanos somos igualmente humanos y tenemos iguales derechos, pues el sistema lo trató siempre como basura desechable. En resumen, Rubén simboliza el fracaso de nuestra sociedad en formar-madurar a sus jóvenes.

¿Cuántos casos como el de Rubén están actualmente viviéndose en San Luis Potosí y en el resto de la República? ¿Qué hacer? En la última década, otros jóvenes potosinos han tomado alguna iniciativa. Pero esas son otras hisorias y deberán ser tratadas en otra ocasión.